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De Brexit, expats y la mentira del inmigrante bueno

Mercados callejeros en Camden Town.
4 de junio de 2025 21:34 h

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Mi primera experiencia migratoria me vino a la tierna edad de los dos patitos. Veintidós añitos tenía yo cuando cogí mi maletita y me fui a Londres, “a aprender inglés este verano”, les dije a mis padres y a mi entonces novio, que duró menos que un suspiro una vez pisé tierras británicas.

Me fui con mi amigo Pepe Melero en un avión de Ryanair, y cuando llegamos conseguimos alojarnos en un piso de tres habitaciones en el centro de Candem en el que vivíamos nueve jóvenes de nacionalidad casi exclusivamente española e italiana. Lo que con el tiempo ha venido a conocerse como el piso patera, que ahora resulta que afecta a uno de cada cuatro jóvenes europeos.

Nuestro casero era un cubano que se llamaba Beni, al que llamábamos el cubano capitalista, por manejar varios pisos de índole similar en la ciudad. Y por índole entiéndase el hacinamiento, los ratones, las cucarachas, la ¿compatriotidad? de saber que estábamos todos en el mismo barco.

La competencia para encontrar trabajo en un bar o restaurante era brutal. Después de ir a decenas de entrevistas y hacer “pruebas” en las que tenía que entender en acento indiobritánico quién quería un Jack and coke (whiskey con cola), o aprender a echar esa cerveza (ale) calentona y sin espuma que les gusta a los británicos.

Finalmente, me contrataron en un restaurante porque al manager le hizo gracia que yo había puesto en mi currículum que sabía tirar (throw) beer, y él se lo tomó en el sentido literal de que tiraba yo latas de cerveza a 10 metros de distancia. Un manager que cuando se emborrachaba al acabar el turno nos decía que los inmigrantes estábamos estropeando el Reino Unido entre una sarta de insultos que cambiaban según la nacionalidad del inmigrante.

Se me hace entonces que aquellos jóvenes españoles, italianos, franceses, polacos, estonios, y del resto de países europeos que nos buscábamos la vida en los tiempos pre-Brexit en Londres no encajamos en la categoría de expats, sino más bien éramos inmigrantes

De todo esto me acordaba yo cuando leía esta columna de Enrique Aparicio acerca del fenómeno de los expat, o expatriados, que son jóvenes estadounidenses en su mayoría que se van a vivir a ciudades como Madrid, Sevilla, Málaga o Lisboa, y que con sus sueldos en dólares encarecen la vivienda y los bares.

Menciono todo esto porque existe una diferencia clara entre el expat, que es el el migrante usualmente blanco que se va a vivir a un país menos privilegiado y más barato que el suyo, del inmigrante, que es usualmente no blanco, y se va a un país más caro y privilegiado que el suyo. Para muchos, cuya opinión no comparto, es la diferencia entre el inmigrante “bueno” y el “malo”, o el “altamente calificado” o el “no tanto” (aunque el taxista afgano fuese ingeniero en su país).

Se me hace entonces que aquellos jóvenes españoles, italianos, franceses, polacos, estonios y del resto de países europeos que nos buscábamos la vida en los tiempos pre-Brexit en Londres no encajamos en la categoría de expats, sino más bien éramos inmigrantes.

No éramos británicos, y se nos notaba en el acento, pero tampoco éramos de India o Pakistán, las dos naciones no europeas con más inmigración al Reino Unido. Naciones que, por un lado, encajan con los argumentos más racistas de la esfera anti inmigrante, es decir, que tienen costumbres muy distintas y que por tanto no se adaptan a la cultura británica.

Y, sin embargo, en el Brexit, los británicos se quisieron quitar de encima la inmigración europea, que tanto les molestaba.

Lo que necesitamos es mirarnos con humanidad: no como expats o inmigrantes, sino como personas que, por una u otra razón, decidieron, o se vieron forzadas, a empezar de nuevo en otra parte

A fecha de 2023, solo un 5% de las visas de trabajo concedidas en el Reino Unido fueron para europeos, comparado con el 48% pre-Brexit. Sin embargo, un 52% de británicos dijeron que creían que la inmigración debía ser reducida de nuevo según un estudio del Observatorio Migratorio de la Universidad de Oxford.

Entonces, si lo que les molestaba no eran los inmigrantes de países europeos, ¿cuál es la clave aquí?

Pues quizás parecerá mentira, pero aquel manager borracho de un restaurante londinense ya tenía la que creo puede ser una de las claves. Una noche, después de que una camarera italiana se fuera llorando a su casa, me senté con él y me dijo: “Tú no eres como los demás inmigrantes, porque tú estás estudiando, y te vas a ir”.

Son muchos los autores que mencionan la permanencia como categoría para subdividir a la migración. El expat es, entonces, el que viene para irse, y el inmigrante, el que viene a quedarse.

Como siempre, los fenómenos migratorios son complejos y cada experiencia migratoria tiene sus matices que son importantes y difíciles de clasificar. La misoginia, el racismo, la LGTBIQ-fobia y otros procesos similares siempre están mezclados, y es difícil saber si es el odio al inmigrante, o simple racismo que provoca movimientos anti-inmigración como el Brexit.

En mi trayectoria como emigrante, que hasta ahora ha incluido etapas en Londres (Inglaterra), Santiago (Chile) y San Diego (California), siempre me he sentido más inmigrante que expat.

Quizás por eso, más que etiquetas, lo que necesitamos es mirarnos con humanidad: no como expats o inmigrantes, sino como personas que, por una u otra razón, decidieron, o se vieron forzadas, a empezar de nuevo en otra parte.

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