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Todos en la trinchera

El líder de Más País, Íñigo Errejón

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Semanas atrás leí en Facebook una encendida diatriba contra la supuesta incitación de hordas desbocadas para el 8-M. El autor era un conocido restaurador de Sevilla al que tenía por cabal, y creí oportuno hacerle reparar en el detalle de que colectivos diversos --entre ellos, su sector-- habían celebrado múltiples concentraciones, por lo que no hallaba razón, si se obraba regladamente (mascarilla y distancia), para que la cita auspiciada por las mujeres hubiera de ser precisamente la contagiosa. La respuesta me puso en mi sitio, es decir, fuera del chat: que a los hosteleros “los arruinan” y a las feministas “las subvencionan”. Tal cual. Me despedí con un no sé para qué me meto, y fin de la cita. Censuramos mucho, y con motivo, a los políticos por su afán de polarizar y dividir, nos rasgamos las vestiduras y rezongamos sin parar; pero, seamos francos, no son solo ellos: una parte de la sociedad se ha zambullido de cabeza en la trinchera y ya es incapaz de salir, ni para informarse.

Sé que, cuanto menos, merece el calificativo de exótico sostener esto justo en el momento de la apertura floral de los Juegos del hambre en la Comunidad de Madrid, con esos eslóganes para gladiadores construidos con simplezas explosivas. El ciudadano se queja con fundamento de la agresividad gratuita de sus representantes, del estímulo a la filiación fanática, de la amplia gama de sandeces. Es cierto que la teatralización de la política está dañando a su raíz, quizás de forma irreparable en varios lustros, y a saber cuándo se logrará enderezar tanto desaguisado. Sin embargo, el reproche debe ser también autocrítico y es necesario admitir que el sectarismo ha clavado su venenoso aguijón en casi todos, incluso en los ecuánimes de plantilla, los de ni frio ni calor, que nunca aciertan a caer en la cuenta de que su autoasignado sentido común del que suelen alardear se inclina pertinazmente para un único lado.

Lo que ocurre ya no es lo que ocurre, sino lo que brota del corazón, lo que sentimos, esto es: lo que nos da la real gana.

Creemos lo queremos creer, y no lo que ven nuestros ojos, porque traemos el marco mental apuntalado en la sien desde casa; porque nos lo pide el cuerpo y porque nos conviene. Piensen, por ejemplo, en el visionado selectivo de las últimas aglomeraciones: algunos avistan terrazas atiborradas de insensatos a los que vituperan, y no a las muchedumbres comprimidas en colas interminables para visitar los pasos de Semana Santa. Este fenómeno paranormal me recuerda una anécdota que le oí al periodista José Fernández Rosas, Pepín, en el primer periódico que trabajé como meritoria, un vespertino llamado Nueva Andalucía. Había un ordenanza, Antoñito, que diariamente traía los cafés de un bar cercano. A veces en el trayecto al hombre se le derramaba alguno y al llegar a la redacción, y pese a ser todos los cafés idénticos, argumentaba de manera invariable: “Don José: se ha caído el suyo”.

El carácter apacible y burlón de Pepín, en contraste con los compañeros que gastaban peor humor, era la clave de que su taza fuese siempre la infortunada. Igual que les ocurre a las manifestaciones feministas que, por un extraño maleficio, propagan la Covid mientras que las demás son mágicamente inocuas y límpidas como patenas. Debe ser cosa de la autodeterminación de los hechos (una derivada de la teoría de los hechos alternativos que me acabo de inventar) en la que está empezando a devenir el empacho de la corriente emocional. Lo que ocurre ya no es lo que ocurre, sino lo que brota del corazón, lo que sentimos, esto es: lo que nos da la real gana. Desengáñense, la distorsión no radica únicamente en el poder de las redes para organizar realidades paralelas; pesa del mismo modo la ofuscación voluntaria, la decisión consciente de dejarse arrastrar como si se entrara en trance hipnótico y fuera imposible despertar.

En España tiene prestigio la tendencia crepuscular a tachar de blandos tontainas a quienes tratan de ayudar o ser parte de la solución. A desconfiar de lo serio.

Además del seguidismo de titulares fosforescentes y vídeos sugestivos, hay otras opciones, lo que pasa es que no se escuchan. O dan risa, como sucedió este miércoles en el Congreso con la pregunta sobre salud mental de Íñigo Errejón, y viene padeciendo Ángel Gabilondo, víctima favorita del sarcasmo patrio. En España tiene prestigio la tendencia crepuscular a tachar de blandos tontainas a quienes tratan de ayudar o ser parte de la solución. A desconfiar de lo serio. Aunque existe una inteligencia política sin alharacas y efectos de guión, templada y equilibrada, que se ocupa de lo cotidiano, interesa poco. Resulta más distinguido decir que todos los políticos son los mismos perros con distinto collar y ponerlos a chapotear juntos. No obstante, la presunta condena a caminar como caballos con anteojeras es falsa. La cuota de responsabilidad ciudadana de cada uno está ahí: se puede elegir, la trinchera es discrecional. Esa es la verdadera libertad y no la de ponerse al prójimo por montera.

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