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En Abierto es un espacio para voces universitarias, políticas, asociativas, ciudadanas, cooperativas... Un espacio para el debate, para la argumentación y para la reflexión. Porque en tiempos de cambios es necesario estar atento y escuchar. Y lo queremos hacer con el “micrófono” en abierto.

Cuando los vídeos sí importan: jóvenes, violencia de género y el poder de la divulgación

Imagen de archivo de la aplicación 'TikTok' en un teléfono móvil.

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A veces pensamos que las políticas públicas fallan porque están mal diseñadas. O porque llegan tarde. O porque no se financian lo suficiente. Pero se habla menos de otro motivo, igual de importante: fallan porque no se entienden. Y cuando hablamos de violencia de género en la juventud, este problema se vuelve enorme. 

La incredulidad juvenil sobre temas como la violencia de género o la igualdad no responde solo a la falta de información, sino también a campañas que no conectan con sus experiencias y expectativas. Del Informe Juventud en España 2024 puede intuirse esta desconexión: la identificación con el feminismo entre personas de 15 a 29 años descendió del 64% en 2019 al 54% en 2023; el acuerdo con la afirmación que dice que “la violencia de género es uno de los problemas sociales más relevantes” bajó del 82,5% al 65%. Y entre varones jóvenes, el negacionismo pasó del 11,9% al 23,1%. 

Los datos son claros: algo en nuestra forma de comunicar no está funcionando

Imaginemos a una chica de 16 años viendo cómo su novio revisa el teléfono móvil de ella “porque la quiere”. O a un chico que normaliza los celos porque lo ha visto siempre. Ahora imaginemos que las instituciones publican un magnífico informe, con datos, gráficos y recomendaciones… Pero ese informe jamás llega ni a esa chica ni a ese chico. En tal vacío es donde nace el verdadero fracaso de una política pública. 

En la era digital, los vídeos han adquirido un papel fundamental en la comunicación de información, consolidándose como herramientas clave para la comunicación de políticas públicas gracias a su potencial para ser compartidos con facilidad a través de redes sociales. Estas plataformas ofrecen canales directos, accesibles y dinámicos de interacción entre organismos públicos y ciudadanía. Según Richard E. Mayer (2001), la combinación de información visual y auditiva en un solo formato favorece la adquisición de contenidos de forma más eficaz. Como menciona el divulgador Jordi Catalá (2020), la ventaja de la comunicación visual es apabullante: se cuantifica como de un 80% frente a un 20% de la lectura y un 10% de la comprensión oral, en igualdad de condiciones. 

Según el mencionado Informe Juventud en España 2024 del INJUVE, en 2023 casi el 90% de la juventud española de 15 a 29 años se conectaba a Internet un mínimo de dos horas al día y un 59% más de cuatro. El 82% lo usaba para informarse en periódicos o blogs y hasta un 94% consultaba contenidos o seguía a influencers en plataformas como YouTube, Instagram, X o TikTok. 

Estos hábitos de consumo masivo de redes sociales son una oportunidad para la comunicación institucional. Sin embargo, la efectividad depende de si los vídeos son percibidos como claros, relevantes y confiables. Como menciona Yascha Mounk (2018) en su obra El pueblo contra la democracia, una comunicación pública clara, inclusiva y eficaz es esencial para fortalecer la cultura política democrática, mientras que estrategias opacas o ineficaces consolidan actitudes de desafección, desconfianza y retraimiento cívico. De acuerdo a lo que enuncia George Lakoff (2007) en su libro No pienses en un elefante, el efecto del mensaje depende más de cómo se presenta que de su contenido literal. 

Un vídeo bien hecho puede explicar, emocionar, prevenir, derribar mitos y abrir caminos. Un vídeo mal hecho, en cambio, pasa sin pena ni gloria, como si nunca hubiera existido. Una cuenta de TikTok que interactúa con su audiencia crea comunidad. Una cuenta que sube un video y no hace nada más, tendrá poco impacto. 

Un video bien hecho, otro mal hecho

Un vídeo bien hecho es aquel que entiende a quién le habla y se cuela en la vida de quien lo ve. No se limita a transmitir datos: construye una pequeña historia capaz de emocionar, sorprender o incomodar lo justo para generar reflexión. Un buen vídeo parte de situaciones reconocibles para la juventud —mensajes de WhatsApp, escenas en redes sociales, conversaciones rápidas— y utiliza un lenguaje audiovisual ágil, limpio, con ritmo. Tiene una narrativa clara: plantea un problema, muestra una tensión y ofrece una salida. Un buen vídeo no sermonea, acompaña. No juzga, nombra. Y, sobre todo, no pide esfuerzo para ser comprendido: fluye con naturalidad porque respeta la forma en que los jóvenes consumen contenidos hoy. 

Un vídeo mal hecho, en cambio, suele ser prisionero de las formas institucionales tradicionales. Intenta decir demasiado y no termina diciendo nada. Abusa de tecnicismos, se aferra a un tono paternalista que los jóvenes identifican de inmediato como “mensaje oficial” y desconectan antes de los diez segundos A veces recurre a un exceso de dramatización que suena artificial; otras, cae en un didactismo rígido que recuerda más a un manual que a una conversación. La juventud, que vive rodeada de estímulos audiovisuales depurados y veloces, detecta enseguida lo que es forzado, lo que está poco trabajado o lo que directamente no encaja con su mundo cotidiano. 

Divulgar es decidir

Decir que la divulgación es importante sería quedarse corto. En el contexto de la violencia de género —y especialmente cuando hablamos de juventud— divulgar es una decisión política sobre quién merece ser alcanzado y acompañado. Es elegir si queremos que la prevención dependa únicamente de la voluntad individual o si queremos sembrarla en la conversación colectiva. 

En una época en la que los jóvenes pasan cada día horas en redes sociales, expuestos a contenidos de todo tipo, asumir que un mensaje institucional por sí solo encontrará espacio en ese flujo resulta una ingenuidad peligrosa. La competencia por la atención es feroz. Los discursos negacionistas, los influencers misóginos o las narrativas de banalización corren más rápido, son más ágiles y se disfrazan mejor de entretenimiento. Frente a eso, las políticas públicas no pueden limitarse a publicar un vídeo y esperar resultados. Deben diseñar estrategias claras, emocionales, narrativas, capaces de seducir, de interpelar y, sobre todo, de ser compartidas. 

Divulgar es decidir cómo hablar: con qué tono, desde qué experiencia, con qué imágenes, con qué ritmo. Pero también es decidir dónde hablar, es decir, qué plataformas se priorizan, qué comunidades se quieren activar y qué espacios juveniles se respetan y se ocupan. Y divulgar también supone decidir a quién hablar. No solo a la víctima potencial, sino también al chico que no sabe reconocer el control como violencia, al amigo que observa y calla, a la joven que normaliza los celos, a la comunidad educativa que desea intervenir y no siempre tiene recursos. Cada elección comunicativa abre o cierra puertas. 

Una política pública que no se divulga bien corre el riesgo de convertirse en un documento más: técnicamente impecable, pero socialmente irrelevante. Una política que sí logra divulgarse —con precisión, sensibilidad, creatividad— puede transformar actitudes, puede poner palabras donde antes había silencio, puede generar dudas que salvan y puede acompañar a quien no se atrevía a nombrar lo que vivía. 

Divulgar no es el cierre de un proceso administrativo; es el inicio de una conversación social. Y en el combate contra la violencia de género entre jóvenes, donde todo se juega en los significados, las percepciones y los imaginarios, esa conversación es quizás la herramienta más poderosa que tenemos. 

Algoritmos: el actor silencioso que decide qué vemos

Pero hay un actor silencioso que debemos considerar cuando hablamos de comunicación: los algoritmos. Ninguna estrategia por afinada que esté puede garantizar por sí sola que un vídeo llegue a miles de jóvenes, porque una parte decisiva del proceso está en manos de sistemas opacos que premian lo que retiene, lo que impacta, lo que provoca reacción inmediata. 

Los algoritmos deciden qué verán los jóvenes antes incluso de que ellos lo elijan. Y esa arquitectura invisible condiciona qué campañas se vuelven virales y cuáles se quedan atrapadas en canales institucionales con poco tráfico. Las políticas públicas no pueden controlar ese engranaje, pero sí pueden comprenderlo: un mensaje plano, lineal y sin narrativa difícilmente superará el filtro de recomendación; uno que genere emoción, curiosidad o identificación tiene más posibilidades de abrirse paso. En la disputa por la atención, no competimos solo con otros mensajes, sino con un ecosistema digital cuyo motor —los algoritmos— no está diseñado para priorizar el bien común, sino para maximizar el tiempo de permanencia. Y ese simple hecho cambia todas las reglas del juego.

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