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El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) cuenta con 24 institutos o centros de investigación -propios o mixtos con otras instituciones- tres centros nacionales adscritos al organismo (IEO, INIA e IGME) y un centro de divulgación, el Museo Casa de la Ciencia de Sevilla. En este espacio divulgativo, las opiniones de los/as autores/as son de exclusiva responsabilidad suya.

Células inmortales, vacunas y carne artificial: la ciencia que empezó en un frasco

Cultivos celulares
9 de octubre de 2025 20:15 h

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Si hay algo común a cualquier laboratorio de biomedicina son los cultivos celulares: ahora mismo, en todo el planeta, millones de células humanas y animales crecen en placas y frascos dentro de incubadoras. Esta tecnología, aparentemente sencilla, nos ha permitido desarrollar vacunas como la de la poliomielitis, fármacos como los anticuerpos monoclonales y modelos fiables para estudiar el cáncer. También que en un futuro no muy lejano podamos consumir carne artificial. 

Sin embargo, hasta comienzos del siglo XX la idea de mantener vivas células aisladas del cuerpo parecía un sueño imposible, casi ciencia ficción. Hasta que, en 1907, un biólogo estadounidense llamado Ross Harrison consiguió lo que parecía impensable: logró que unas fibras nerviosas de rana crecieran en una placa de cultivo alimentándolas con una solución con nutrientes.

Este logro supuso un salto conceptual radical. Por primera vez en la historia, los componentes básicos de un organismo, las células, podían estudiarse de manera aislada, sin la complejidad del cuerpo completo. Algo así como examinar los ladrillos de un edificio sin tener que derribarlo.

Poco después, el cirujano francés Alexis Carrel, que trabajaba en el Instituto Rockefeller de Nueva York, se interesó por la técnica de Harrison. Carrel —un prestigioso cirujano que terminaría recibiendo el Nobel por sus avances en el trasplante de vasos sanguíneos y órganos—, perfeccionó los métodos de Harrison y logró cultivar distintos tipos de tejidos, incluidos los de humanos.

Su experimento más célebre fue el cultivo de un trozo de tejido cardíaco, de pollo, que mantuvo latiendo durante años. Carrel llegó a presentarlo como un tejido “inmortal”, y la prensa de la época se hizo eco con titulares dignos de la literatura fantástica, desde comparaciones con relatos de Edgar Allan Poe hasta especulaciones de Thomas Edison sobre la vida después de la muerte.

El mito del corazón inmortal fascinó al público durante décadas, que veía en aquel frasco de laboratorio una especie de fuente de la eterna juventud en miniatura. Sin embargo, hoy sabemos que no era realmente inmortal. En los años 60, Leonard Hayflick demostró que las células de mamíferos solo pueden dividirse un número limitado de veces. Lo más probable es que hubiera algún error o contaminación en los cultivos inmortales de Carrel, pero el impacto mediático y científico de su trabajo reforzó la idea de que el cultivo de tejidos podía ser una herramienta poderosa para la ciencia.

El límite de Hayflick o por qué las células no crecen para siempre

En estos comienzos, el principal problema de los científicos era cómo alimentar a las células para que crecieran. Los primeros intentos fueron muy rudimentarios: se usaron extractos de tejidos, sueros animales, clara de huevo y soluciones salinas que no proporcionaban a las células el ambiente adecuado, lo que hacía que los experimentos fueran muy difíciles de reproducir. Además, los cultivos se contaminaban fácilmente con microorganismos.

Estos intentos pueden compararse a intentar cocinar sin conocer los ingredientes exactos de las recetas. Sin embargo, poco a poco, los científicos identificaron los nutrientes que las células necesitaban para sobrevivir: aminoácidos, vitaminas, hormonas, factores de crecimiento. Esto permitió crear los primeros medios de cultivo definidos y estandarizados. Por primera vez, las recetas del cultivo celular podían reproducirse en cualquier laboratorio del mundo.

Aun así, existía una gran limitación: las células humanas aisladas tenían fecha de caducidad y después de dividirse un número de veces, simplemente dejaban de crecer; lo que hacía que la investigación fuera muy lenta y costosa.

Hoy día sabemos que este fenómeno —conocido como el límite de Hayflick—, es un mecanismo de seguridad natural del cuerpo para protegerse frente a proliferaciones descontroladas de células como, por ejemplo, las que dan lugar a un cáncer. Ese límite funciona gracias a los telómeros, unas estructuras situadas en los extremos de los cromosomas que se acortan cada vez que la célula se divide. Es como si cada célula llevara incorporado un calendario de páginas arrancables: en cada división pierde una hoja, y cuando ya no quedan más, se detiene.

Las células “inmortales” de Henrietta Lacks (y los dilemas éticos que la acompañan)

El hito decisivo llegó en 1951, cuando George Gey, en el Hospital Johns Hopkins de Baltimore, obtuvo células de un tumor de cuello uterino de una paciente llamada Henrietta Lacks. Estas células no solo sobrevivieron en cultivo, sino que crecían indefinidamente.

¿Cómo escapaban estas células al límite de Hayflick? La clave está en que eran células cancerosas. Los tumores tienen mecanismos que “reparan” continuamente los telómeros. Dicho de otro modo, las células HeLa —llamadas así por la abreviatura del nombre de la donante— habían secuestrado el contador natural del envejecimiento celular y lograban reponer las páginas de su calendario indefinidamente. Esa misma propiedad que en el cuerpo provoca un tumor es la que, en el laboratorio, las convierte en inmortales.

Escultura de bronce en memoria de Henrietta Lacks, en Bristol.

Las células HeLa se convirtieron en las primeras células humanas “inmortales” y pronto fueron compartidas por laboratorios de todo el mundo. Su impacto fue inmediato e inmenso, siendo fundamentales para probar fármacos, avanzar en la investigación contra el cáncer y desarrollar vacunas, entre muchas aplicaciones.

Pero la historia de las células HeLa tiene también un lado oscuro, que refleja los dilemas éticos de la investigación biomédica. Las células fueron obtenidas sin el consentimiento de Henrietta Lacks ni de su familia, algo que hoy en día sería impensable. El caso, lleno de aristas y con un recorrido de décadas, sirvió de catalizador para endurecer las normas éticas de la investigación en medicina. Hoy, el nombre de Henrietta Lacks se ha convertido en un símbolo de los dilemas industriales, legales y éticos que acompañan a la investigación biomédica.

Y así llegó la biotecnología moderna

El primer gran producto derivado de cultivos celulares a escala industrial fue la vacuna contra la poliomielitis. El virólogo Jonas Salk había desarrollado la vacuna usando células de riñón de mono. La vacuna funcionaba, pero la producción a gran escala era una pesadilla logística: requería miles de monos, algo insostenible. Los cultivos celulares permitieron reemplazar aquellos animales por líneas celulares que crecían en biorreactores, permitiendo la producción masiva de la vacuna que ayudó a salvar millones de vidas. Era como cambiar una fábrica improvisada por una cadena de montaje moderna y eficiente.

Este éxito demostró que los cultivos celulares no solo servían para investigación, sino que también eran una herramienta para fabricar productos biológicos a escala industrial, sentando las bases de la biotecnología moderna. Hoy en día, muchas vacunas frente a enfermedades como la rubeola, varicela o rabia se siguen fabricando en cultivos de células de mamíferos. Durante las siguientes décadas llegaron más innovaciones, como la producción de interferones y anticuerpos monoclonales, que abrieron el camino a gran parte de las terapias biológicas modernas, transformando así la medicina.

Cartel de la campaña de vacunación contra la polio de 1963 en EEUU.

Los años 90 trajeron un paso más: la ingeniería de tejidos, en la que las células crecen sobre un armazón biodegradable que funciona como andamio. Y en 2007, un descubrimiento sacudió la biomedicina: el japonés Shinya Yamanaka consiguió que células adultas comunes se transformaran en células madre pluripotentes inducidas (iPSC). En términos sencillos, descubrió como devolver a células adultas (por ejemplo, de la piel) la “memoria” de cuando eran jóvenes, de forma que pudieran convertirse en casi cualquier tejido del cuerpo humano.

Las iPSC abrieron una nueva era, porque permitieron obtener células de pacientes concretos y así modelar enfermedades, probar fármacos de manera personalizada y soñar con terapias regenerativas en el futuro. El descubrimiento fue tan trascendental que Yamanaka recibió el Premio Nobel de Medicina en 2012, solo cinco años después de su hallazgo.

Lo que está por llegar

Hoy en día, los cultivos celulares están expandiéndose hacia áreas que Harrison y Carrel jamás imaginaron. Se cultivan “organoides”, estructuras tridimensionales en miniatura que imitan la organización y función de órganos y, son, por tanto, fisiológicamente más cercanas a la realidad. También se está avanzando en la bioimpresión de tejidos, con impresoras 3D que utilizan células como “tinta biológica”, con la idea de reemplazar tejidos dañados. Ya se ha logrado cultivar, entre otros, piel, cartílago, e incluso estructuras más complejas como tráqueas.

Además, los cultivos celulares están ayudando a reducir la experimentación con animales (aunque aún es necesaria en muchos casos), ofreciendo modelos más éticos pero relevantes en biomedicina. En la actualidad existen miles de líneas celulares diferentes conservadas en repositorios internacionales que funcionan como bibliotecas de células. Cada línea representa un modelo concreto (como cerebro, hígado, páncreas, distintos tipos de tumores), y los investigadores pueden solicitarlas como quien pide herramientas en un catálogo.

Y así, lo que comenzó a principios del siglo XX como un experimento artesanal impulsado por la curiosidad científica, se ha convertido en una tecnología clave de amplio impacto en la salud, la industria y nuestra vida cotidiana.

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