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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

A las artesanas de la democracia

Manifestación en Madrid con motivo de la celebración del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, convocada por diversos colectivos feministas en 1989.

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Cincuenta años después de la muerte del dictador Francisco Franco, España celebra medio siglo de libertades recuperadas. Pero toda conmemoración es también un ejercicio de memoria: una invitación a mirar con claridad hacia lo que fuimos. A mirarlas a ellas, a las mujeres que pasaron de una joven democracia en construcción, la de la Segunda República, a un régimen que convirtió el patriarcado en ley, moral y pedagogía de Estado. El historiador Julián Casanova recuerda que el franquismo fue “un proyecto moral autoritario”, una maquinaria que aspiraba a controlar todos los gestos de la vida. Para las mujeres, ese control fue todavía más severo.

La Segunda República había abierto horizontes inéditos: el sufragio, el acceso a la educación y a profesiones cualificadas, el divorcio civil y una incipiente ciudadanía femenina. Era un proyecto limitado, sí, pero vivo. La victoria franquista en la guerra civil clausuró de golpe aquel impulso. La historiadora Ángela Cenarro describe con precisión ese retorno forzoso al hogar, una re-domesticación que situó a las mujeres bajo tutela legal y moral, convertidas en soporte emocional y reproductivo de la España que el régimen anhelaba. La Sección Femenina formó ese ideal: piedad, sacrificio, obediencia y silencio.

Las leyes reforzaron aquel sometimiento. El Código Civil volvió a considerar a la mujer casada como dependiente del marido; el Código Penal castigó el adulterio solo en ellas; las normativas laborales expulsaron a las casadas del empleo. La historiadora Mary Nash ha mostrado cómo esta arquitectura —legal, educativa, cultural— configuró una feminidad vigilada, restringida en su cuerpo y en su deseo. Y la también historiadora Aurora Morcillo ha explicado cómo el régimen edificó una auténtica “política del cuerpo”, donde la maternidad obligada y el pudor extremo formaban parte de la identidad nacional impuesta.

En esa España, miles de mujeres vivieron una represión especialmente cruenta. Las llamadas mujeres de preso, estudiadas por Pura Sánchez, Irene Abad o Ricard Vinyes en el marco de la violencia institucional, afrontaron la miseria, el estigma y el miedo permanente. Ellas hacían las colas frente a las cárceles, cargaban con sus hijas e hijos y con las bolsas de comida, soportaban registros y desprecios o recorrían distancias interminables para una visita de minutos. La represión franquista castigó a los encarcelados, pero destrozó, muchas veces de manera más profunda, la vida de quienes dependían de ellos.

Y, aun así, en medio de ese dolor, hubo resistencia. Una resistencia que raras veces ocupa los relatos épicos, pero que sostuvo la dignidad colectiva. La hispanista Shirley Mangini ha narrado cómo, en los espacios domésticos, las mujeres preservaron la memoria que el régimen quería extinguir. Resistían guardando fotografías, transmitiendo historias prohibidas, tejiendo redes de apoyo y creando pequeños espacios de libertad en un país que se los negaba incluso en su intimidad. Eran gestos pequeños, pero poderosos. Una forma de desobediencia que protegió la humanidad cuando la humanidad era un lujo.

Incluso las instituciones que buscaban moldearlas acabaron abriendo grietas. La Sección Femenina formó a jóvenes que viajaron, que estudiaron y que conocieron vidas distintas. Como ha investigado también Ángela Cenarro, ese contacto con otros mundos terminó generando mujeres menos obedientes de lo que el régimen había imaginado. La semilla de la autonomía germinó justo donde la dictadura pretendía extirparla.

Cuando llegó la Transición, aunque los grandes relatos políticos estuvieran llenos de nombres masculinos, fueron las mujeres quienes protagonizaron una transformación silenciosa pero decisiva: asociaciones vecinales, movimientos feministas, luchas por el divorcio, por la planificación familiar o por la igualdad laboral. La democratización española —como subraya Casanova— fue también un proceso desde abajo, sostenido por quienes reclamaban una vida digna.  Y ellas estaban en primera línea.

Hoy, cuando algunos discursos relativizan el franquismo o banalizan su violencia, resulta imprescindible recordar que aquel régimen no solo negó derechos: moldeó identidades, controló cuerpos y definió qué podía ser una mujer. La democracia trajo libertades, pero su conquista —y su defensa— ha requerido generaciones.

Como escribió María Zambrano, “solo se recuerda lo que está vivo”. Y la libertad que hoy celebramos —imperfecta, frágil, siempre en disputa— sigue viva porque ellas la protegieron incluso cuando no podían pronunciarla.

Por eso, en este cincuentenario, quiero expresar gratitud. A todas las mujeres que resistieron en lo cotidiano, que sostuvieron hogares heridos, que guardaron nombres y memorias, que levantaron movimientos democráticos y que defendieron derechos que no iban a disfrutar plenamente ellas, pero sí nosotras y nosotros, su descendencia. A todas las que custodiaron el fuego cuando solo quedaban brasas. ¡Gracias por todo, gracias por tanto

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