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Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

La España de todos

El Congreso de los Diputados, durante el debate de investidura de Alberto Núñez Feijóo.

Plácido Diez

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Si el modelo territorial del PP de Feijóo para España es el que proclama la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Ayuso, nos podemos meter en un callejón sin salida. Si uno de los más influyentes radiopredicadores que la tutelan, Federico Jiménez Losantos, llegó a decir en antena hace unos días que habría que entrar en Génova, en la sede del PP en Madrid, con un lanzallamas porque el diputado Borja Sémper había hablado en el Congreso de los Diputados en su lengua materna, el euskera, podemos hacernos una idea sobre cómo le iría a la convivencia en este país.

Con más fuego si cabe si Cayetana Álvarez de Toledo, como desean algunos si el PP continúa en la oposición, acabara siendo la portavoz parlamentaria. Recordemos que el artículo 2 de la Constitución “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas”.

El bloqueo parlamentario de Feijóo, que llegó de Galicia con una visión de España más periférica y abierta, es consecuencia de haberse rendido ante las presiones de los defensores de un modelo, avalado por el expresidente Aznar, al que nunca le gustó el Estado de las autonomías (conviene recordar que la Constitución se aprobó con varios votos negativos y abstenciones del Grupo Parlamentario de Alianza Popular), la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) y los poderes económicos y algunos de la comunicación que suelen confundir el Estado con Madrid DF.

Un modelo que lleva ya 20 años echando raíces tras la corrupta compra de las abstenciones de dos diputados socialistas para impedir la investidura de Rafael Simancas y facilitar una repetición electoral que hizo presidenta a Esperanza Aguirre que, cual salamandra mitológica, atravesó todos los fuegos que quemaron a algunos de sus más directos colaboradores. Aviso para navegantes, el fin justificó los medios.

Y es que España ya hace tiempo que no es tan radial como la ven desde la Puerta del Sol. Como escribía Jordi Amat el pasado domingo 24 de septiembre en su columna de El País: “afianzar la concentración de poder en la capital y el área metropolitana de la Comunidad de Madrid ha sido el motor principal del proyecto territorial del PP”. Basada esa concentración de poder en el plus institucional de la capitalidad y en una fiscalidad diseñada para atraer empresas y premiar a las grandes fortunas.

Una evidencia de que esa fórmula no es la mejor para gobernar España es que de los 66 diputados y diputadas que el 23-J se eligieron en Cataluña y Euskadi el PP solo obtuvo 8. En Cataluña sumaron 6 de 48 y en Euskadi 2 de 18. Aznar, Ayuso, Aguirre y Miguel Ángel Rodríguez han empujado a Feijóo hacia la extrema derecha, a competir y a la vez ceder ante el programa de Vox, a avivar el fuego de la ebullición catastrófica con el “España se vende y se rompe” y con el antisanchismo para alcanzar una mayoría absoluta que libere al PP de tener que pactar con los partidos nacionalistas. La misma fórmula, aumentando la temperatura y los decibelios, que se quedó corta el 23-J y que la mayoría de los electores rechazaron en las urnas.

En realidad, lo que se está defendiendo desde Madrid DF son los intereses de los poderes económicos, financieros, mediáticos y tecnológicos con sede en la capital, que se resisten a que Madrid y su área metropolitana tengan que compartir su privilegiada posición con la periferia, con la España plural y diversa que ha madurado durante los 45 años de Constitución, algunos de cuyos puntos han podido quedarse obsoletos como apuntaba en un reciente artículo en El País el catedrático de sociología y ex ministro de Educación y Ciencia (1982-1988),  José María Maravall, impulsor de la educación universal pública y de las leyes de la reforma universitaria y de la ciencia. Para ello, para ponerlos al día, sería imprescindible que cambiara radicalmente la relación entre el PP y el PSOE, entre el Gobierno y la oposición, que está gravemente enferma de intolerancia.

En ese artículo, “La democracia y la amnistía”, publicado el pasado 22 de septiembre, Maravall sugiere que el PSOE tal vez podría retomar la “Declaración de Granada”, la propuesta federalista diseñada por Alfredo Pérez Rubalcaba y Ramón Jáuregui y aprobada el 6 de julio de 2013 con el título “Un nuevo pacto territorial: la España de todos”.

Una propuesta que, después de 45 años de Constitución y de desarrollo del Estado de las autonomías, parece mucho más sensata que la de la permanente declaración de hostilidades contra los nacionalismos periféricos que, una y otra vez, están siendo avalados electoralmente, por el mandato popular.

Fernando Ónega, el que fuera director de Presidencia del líder de la transición y primer presidente democrático, Adolfo Suárez, escribía el pasado 1 de septiembre en un artículo en La Vanguardia: “Todo lo que ocurre en este ceremonial (se refería la investidura) vuelve a enterrar el ideal de los pactos de Estado que la transición ha mitificado. No hay pactos de Estado sin los nacionalismos y, por lo que vemos, solo el Partido Socialista está en condiciones de intentarlos. Si el PP entiende que son fruto de la presión y que se debilita el Estado para salvar a Sánchez, mal negocio para la convivencia y la confianza”.    

El término segunda transición, centrada en sosegar la convivencia y el enfrentamiento territorial a través de un enfoque federalista del Estado, puede ser un buen camino siempre que, previamente, los dos grandes partidos recuperen el diálogo. Pidamos lo que ahora mismo es imposible para empezar a hacerlo posible. 

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