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No pretendo poner en cuestión el papel de quienes dirigieron el proceso de Transición, doy por hecho que hicieron lo que pudieron en un momento muy complicado de nuestra historia reciente. El caso es que se optó por mantener todas las estructuras del Estado -administrativas, educativas, judiciales, militares…- tal como estaban, con el mismo personal, con su ideología, sus anhelos y sus ideales... Se pretendía hacer un cesto nuevo con mimbres viejos.
El problema no es que se mantuviesen las estructuras, que no hubiese ruptura democrática, el problema es que, para la mayoría de los dirigentes políticos de entonces -los de derechas y buena parte de los socialistas, como vemos todavía ahora en las declaraciones de la vieja guardia del PSOE- se consideró el pacto constitucional no como un punto de partida para una transformación democrática, sino como el punto final de la transición política. Con la aprobación de la Constitución del 78 ya solo quedaba “modernizar” el país, como si el marco constitucional convirtiese a todos en demócratas.
Pero, como dice Miquel Roca Junyent, en un reciente artículo en La Vanguardia, “la Constitución no sustituye a la política; la hace posible en un marco democrático y asumiendo los valores que la inspiran”. Aunque la Carta Magna creara las condiciones objetivas para construir una democracia, faltaban las subjetivas y, para que un colectivo de funcionarios que habían jurado lealtad al régimen de Franco asumiese los valores que la inspiran, era necesario articular una estrategia política.
No se hizo. Los diferentes gobiernos de Felipe González no supieron o no quisieron profundizar en la democratización de las distintas instituciones del Estado. Inicialmente porque, probablemente, no era posible y después, quizás, porque hicieron de la necesidad virtud, les pareció que el resultado final ya era suficientemente bueno. Han tenido que pasar más de 40 años desde que se aprobó la Constitución para sacar a Franco del Valle de los Caídos y a su familia del pazo de Meirás, mientras que en las cunetas sigue habiendo víctimas de la represión franquista. Y todavía estamos, 42 años después, sin que en educación se estudie el periodo de la dictadura, qué supuso el golpe de Franco o se trabajen los valores democráticos.
Durante décadas, las ideas franquistas o escasamente democráticas han perdurado en la sociedad. Han supuesto trabas para la consolidación de la democracia pero, por diferentes motivos, apenas han tenido expresión pública. La situación ha cambiado con la aparición de Vox; los franquistas ideológicos que son incapaces de aceptar la pluralidad, los que añoran los valores dominantes en la España de los 60 ya tienen sus portavoces en el Parlamento: la diputada Macarena Olona, reivindica como de los suyos a los militares protogolpistas.
Más peligrosa, por ser un partido con posibilidades de gobernar, es la deriva seguida por la dirección del Partido Popular, con una Díaz Ayuso que se muestra comprensiva con quienes sueñan con matar a 26 millones de personas o un presidente, Pablo Casado, que considera ilegítimo al Gobierno, apoyado por la mayoría del Congreso, porque pone en cuestión no se sabe qué sacrosantos principios. Debería saber que en una democracia y según nuestra Constitución cualquier ley se puede modificar si así lo decide la mayoría suficiente. Claro que la capacidad para tergiversar la realidad es uno de los puntos fuertes de Casado, en unas declaraciones el pasado día 6, borró -como hizo Stalin con Trotsky- al Partido Comunista de España de la foto de la Transición. Pensará que así es más fácil que le crean cuando dice que los comunistas quieren acabar con la Constitución y con las libertades.
El auge de las ideas predemocráticas es preocupante, sobre todo cuando se dan casos de miembros de las Fuerzas Armadas o de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad que olvidan la obligación de defender a todos los españoles y su subordinación al poder civil. No tanto porque haya riesgo de un pronunciamiento militar, sino porque pueden ejercer una presión ilícita sobre el Gobierno y crean desasosiego entre la ciudadanía.
Creo que la Constitución necesita una revisión, una puesta al día acorde con las nuevas demandas de la sociedad, pero nuestra Carta Magna todavía tiene un largo recorrido político: hacer realidad los derechos al trabajo y vivienda digna, que España sea un Estado verdaderamente aconfesional, avanzar en la transparencia y modernización de todas las instituciones… Ampliar los derechos y libertades es la mejor manera de culminar la Transición y el mejor antídoto contra las tentaciones involucionistas.
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