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Montañas letales

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Cada vez que se aborda la peligrosidad que entrañan las montañas o se intenta cuantificar el número de víctimas que éstas ocasionan, nuestra atención suele dirigirse a las cordilleras más altas y famosas del mundo: Himalaya, Karakorum, Alpes, Rocosas, Andes… Sin embargo, las apariencias engañan. Si hacemos caso a lo señalado por algunos informadores que han visitado la región, la cadena montañosa más mortífera, la que ocasiona más muertes anualmente –alrededor de medio centenar– está lejos de coincidir con cualquiera de las anteriores. De hecho, su existencia pasa completamente desapercibida y es muchísimo menos conocida que la de sus rivales porque se halla fuera del foco mediático o deportivo y, por consiguiente, suscita poco o ningún interés informativo. Esta cordillera se encuentra, por decirlo de otro modo, en los márgenes del mundo, fuera del radio de acción de las agencias periodísticas y recibe el nombre de Zagros (Reshiteh-e Kuh-e Zagres en farsi).

Los montes Zagros, enclavados en el oeste de Irán, se prolongan a lo largo de un eje de 1.600 kilómetros de longitud que comienza en el noroeste, en los márgenes de la meseta de Anatolia (Turquía), y finaliza en el sureste, junto al golfo de Omán. La superficie por la que se extiende este sistema orográfico se aproxima a los 400.000 km2 y sus cotas más altas rozan o rebasan los 4.000 metros, como sucede en el caso del pico Dena o Dinar (4.409 m.s.n.m) y del Zardkuh (4.221). Por otra parte, y desde un punto de vista geoestratégico, los Zagros son una de las claves de la defensa de la República Islámica de Irán porque, además de ser su principal frontera natural, constituyen una barrera insalvable para todos aquellos ejércitos tentados a invadirles por el flanco y las tierras bajas iraquíes.

Pero dejando a un lado los detalles geográficos, lo verdaderamente interesante y dramático es lo que sucede en una de las secciones de estas montañas. Desde 1991, desde que Estados Unidos, Francia y Reino Unido crearan un área de exclusión aérea en el Kurdistán iraquí para disuadir a Saddam Hussein de emprender nuevas operaciones militares contra su población, la región se ha convertido en una especie de meca del contrabando internacional. Los principales protagonistas de este comercio ilegal de mercancías son los kolbar (la palabra kol significa espalda mientras que bar significa carga) o contrabandistas kurdos de uno y otro lado de la frontera. Todos ellos han descubierto que la introducción ilegal de bienes de consumo (sistemas de aire acondicionado, lavadoras, frigoríficos, ordenadores, prendas de ropa, etc.) y mercancías muy difíciles de obtener en un país sometido al embargo internacional y donde rige la sharía (cigarrillos, cerveza, whisky, lencería) reporta más beneficios que las actividades productivas convencionales.

El área más afectada y beneficiada por este tráfico transfronterizo se extiende a lo largo de un territorio en cuyos vértices se encuentran las localidades iraquíes de Penjwen (norte) y Tawella (sur) y las iraníes de Mariwan (norte) y Nowsud (sur). La mecánica es muy sencilla y no difiere del comercio que, hasta hace muy poco tiempo, se llevaba a cabo en la frontera del Tarajal donde cientos de porteadoras marroquíes hacían cola todos los días para entrar en Ceuta y entregar los fardos que llevaban a sus espaldas. Los kolbar kurdos hacen algo muy parecido. Tras recoger las mercancías depositadas en los almacenes del lado iraquí, caminan por sendas de montaña intentando pasar desapercibidos hasta alcanzar la frontera que separa ambos países. Una vez allí, continúan hasta los puntos de entrega del lado iraní o, en su lugar, ceden la carga a los contrabandistas que aguardan al otro lado para completar la segunda mitad del recorrido.

Las autoridades persas, las más perjudicas e interesadas en poner fin a esta actividad, calculan que el valor total de este tráfico ilegal de mercancías asciende a 25.000 millones de dólares y que el número de contrabandistas supera los 300.000. Estas grandes cifras van acompañadas de otras mucho más modestas y tangibles: cada carga oscila entre los 40 y 45 kilogramos y la tarifa estándar por llegar hasta la frontera es de 15 dólares y de 20 o 25 por el viaje completo. Y hay más. A lo largo de 2020, los guardias fronterizos iraníes causaron la muerte a 43 kolbar, hirieron a 151 y detuvieron a un número incalculable de los mismos. En 2019 fueron 55 y 142, respectivamente; y en 2018, 71 y 160. A esta violencia sistemática ejercida por las autoridades y las fuerzas de seguridad iraníes hay que añadir las decenas de accidentes de montaña con víctimas mortales que se producen anualmente. Muchos de ellos son fruto de la imprudencia, pero no de una imprudencia consciente, sino de la necesidad de sortear a las patrullas aprovechando las temporadas y meses de mal tiempo o buscando rutas alternativas por zonas poco transitadas y muy peligrosas. Algo así sucedió en enero de 2021 cuando un alud segó la vida a un grupo de cinco kurdos iraníes, o en diciembre de 2019 cuando los hermanos Farhad y Azad Khosravi perecieron de frío y extenuación en las faldas del pico Tateh. Ninguna de estas muertes fue gloriosa o estuvo revestida del heroísmo que, en otras ocasiones, se atribuye a los caídos en la montaña. Ninguna llegó a oídos de las agencias informativas internacionales.   

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