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Toda una vida

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Las páginas de algunos libros de literatura de montaña nos recuerdan que las montañas son mucho más que meras formaciones geológicas, que sus laderas, despeñaderos, aristas, espolones y gargantas son, en ocasiones, las destinatarias de los sueños humanos, sus triunfos y, en ocasiones, sus frustraciones y tragedias. Los autores que se internan en estos parajes para compartir y divulgar sus experiencias no sólo describen los escenarios naturales donde transcurren las mismas, sino que, además, enriquecen nuestra comprensión del significado que, con el paso de tiempo, han adquirido las montañas. Ya sean clásicos o contemporáneos, estas obras literarias cumplen otro objetivo tanto o más importante que los que acabamos de señalar como es espolear la práctica de este deporte entre los amantes de la naturaleza, los que buscan intensidad, persiguen la aventura o sienten nostalgia por un mundo a punto de desaparecer.

Por lo general, las páginas que se enmarcan en o pertenecen a este género rebosan de cumbres, cordilleras, alpinistas, ascensos y expediciones. Unas y otros suelen acaparar el protagonismo de estas obras. Sin embargo, resulta singularmente paradójico que la atracción o fascinación que las montañas ejercen en algunos escritores no se traslade a los montañeses, a las personas que nacen, residen, trabajan y mueren en sus laderas. Ellos son los grandes olvidados en tanto que, salvo en contadas excepciones, su vida no ha suscitado mucho interés o no ha inspirado suficientemente a quienes se han consagrado a esta especialidad. Su papel, cuando se les reserva alguno, es siempre irrelevante. Sus idas y venidas, su forma de vida, sus inquietudes y sentimientos jamás constituyen una parte central de una trama capitalizada por las cuitas de los esforzados alpinistas dispuestos a los mayores sacrificios con tal de alcanzar su objetivo. Los montañeses se limitan a formar parte del decorado, son reducidos a la condición de figurantes, de personajes secundarios, esquivos y fuera de foco. Poco más.

No obstante, no siempre es así. Existen algunas honrosas salvedades que, hasta cierto punto, desacreditan o matizan los argumentos que acabamos de defender. La excepción a la que nos referiremos a continuación es una novela originalmente publicada en alemán en 2014 por un autor austriaco llamado Robert Seethaler (Viena, 1966) con el título de Ein ganzes leven y cuya versión castellana (Toda una vida) llegó a las librerías tres años más tarde de la mano de la editorial Salamandra.

Se trata de una obra breve –no supera las 150 páginas– escrita en tercera persona cuyo principal protagonista es un huérfano llamado Andreas Egger que, por suerte o desgracia, es adoptado por su tío Hubert Kranzstocker, un granjero tirolés que le explota y maltrata hasta que logra liberarse de él. El arco temporal en el que se desarrolla la acción cubre la mayor parte del siglo XX, desde 1902 hasta la década de los 70. Durante el mismo asistimos a las dificultades y sinsabores a los que debe enfrentarse Andreas, así como a los efectos que la modernización y la economía de mercado provocan en las comunidades montañesas y en el devenir del protagonista que, como es lógico, debe ganarse la vida con el sudor de su frente. Primero lo hace como jornalero agrícola, empleándose en las explotaciones agroganaderas que apenas cubren las necesidades de sus propietarios; luego como peón en la empresa Bitterman, una compañía dedicada a la construcción de teleféricos e infraestructuras y, finalmente, tras su paso por un campo de prisioneros de guerra enclavado en la U.R.S.S., como guía turístico. Esos son los hitos que marcan su vida profesional y el desarrollo social y económico de las montañas en las que transcurre toda su existencia. Son dos trayectorias inseparables que continuamente se interfieren y que ilustran con bastante acierto lo sucedido en las áreas de montaña de otras latitudes.

Ése es, a grandes rasgos, el argumento central de la obra. Sin embargo, lo que la hace verdaderamente notable no es su contenido sino la fórmula que utiliza para desarrollarlo y los personajes de los que se vale para lograrlo. Y es que Toda una vida es una novela tan escueta, realista, lacónica y sin artificios como los individuos que pueblan sus páginas. Todos ellos son montañeses, hijos de las montañas que habitaron sus padres y los padres de sus padres, y su comportamiento y actitudes se ajustan al que cabría esperar en una sociedad arrinconada por el progreso cuya única aspiración consiste en producir lo suficiente para reproducirse y perpetuarse a través del tiempo y las generaciones. Su conservadurismo, falta de aspiraciones y estrechez de miras son proverbiales y se manifiestan a través del comportamiento estólido y fatalista de Andreas que se limita a aceptar de buen grado todo cuanto la vida le depara: orfandad, pobreza, minusvalía, incomunicación, cárcel, vejez y muerte. La suya es una vida humilde e insignificante en la que no hay lugar para la nostalgia, la ira, el arrepentimiento, el progresismo o la autoindulgencia; una vida presidida por el respeto, el ejemplo y la influencia ejercida por las cumbres y una naturaleza desdeñosa que todo lo puede y que no concede tregua ni ofrece respuestas.

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