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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Desmemorias

José Ramón Esquiaga

El barrio levantado entre las calles Castilla y Marqués de la Hermida es probablemente el menos afortunado de Santander, pero está construido sobre un tesoro. Si tenemos en cuenta que se levantó sobre el laberinto de islas y regatos que dibujaban las mareas entre los arenales, hay quien podría pensar en piratas y cofres enterrados. La realidad es, desgraciadamente, algo menos novelesca, por más que algo tenga que ver con expolios y repartos del botín. Es verdad que hay también fuego y destrucción, como cuando los bucaneros tomaban Maracaibo, pero no es justo llevar más allá la comparación: hablamos, claro, del incendio del que ahora se cumplen 75 años, y no hubo allí más asalto que el del viento sur.

Hay quien sostiene que Santander es una ciudad con tendencias autodestructivas. En un relato que era un puro lamento, el historiador José Luis Casado Soto recordaba varios momentos que podían servir de ejemplo de ello: el derribo del castillo del Rey, de los edificios que albergaron las primeras estaciones ferroviarias con que contó la ciudad, de la iglesia del convento de San Francisco, del Teatro Pereda, de la vieja lonja… Todos destruidos ante la indiferencia, cuando no el aplauso, de quienes compartieron con ellos el espacio urbano. Con esa querencia a devorarse a sí misma, es fácil entender que el incendio de 1941 elevase lo que ya era un completo desastre –la desaparición del centro histórico de una ciudad con raíces milenarias– hasta niveles de auténtica hecatombe. Algo así como partir de la nada para alcanzar las más altas cotas de la desgracia.

Porque quienes dibujaron la nueva ciudad tuvieron, en efecto, la oportunidad de partir de la nada. El centro urbano era un solar y todas las posibilidades estaban abiertas. Pasaré aquí por alto –que ya es pasar– las conscuencias sociales que se derivaron de las decisiones allá tomadas, porque de lo que estamos hablando es de aquel asunto del tesoro. La zona cero del incendio se concentró en torno a la catedral, sobre ese cerro de Somorrostro que el mismo Casado Soto consideraba la acrópolis santanderina. Además de haber sido el centro sobre el que giró durante siglos la vida de la ciudad, esa colina que se mete como una cuña en la bahía era, también, un obstáculo que dificultaba la comunicación entre el nuevo centro urbano que había crecido a sus pies y la zona destinada al ensanche más modesto de la ciudad, en la vecindad portuaria. El pasaje de Peña fue la solución diseñada antes de que las llamas abrieran camino a soluciones más drásticas: dar un tajo a la montaña para colar por él las calles de Lealtad e Isabel II.

El extraño escorzo que hace la calle Ruamayor ya nos da una pista, pero la cicatriz se aprecia con más claridad cuando, desde las escaleras que salvan el desnivel con Isabel II, se mira hacia las que hacen lo mismo entre Lealtad y la catedral: ese espacio es el trozo hurtado al viejo cerro y también a la historia de Santander. Porque precisamente ahí es donde se asentaron los primeros pobladores y donde empezó a tomar forma lo que con el paso de los siglos se convertiría en puerto romano, villa medieval y ciudad más o menos ilustrada. Los barrenos y las excavadoras acabaron con los vestigios de todo aquello, transformándolo en una ingente masa de escombros utilizada después como relleno para desecar las marismas sobre las que creció Castilla-Hermida.

Ya ven, no es una historia de piratas. Si acaso tiene más parecido con esas en las que los criminales ocultan los cadáveres en los cimientos de algún edificio, como forma definitiva de borrar las huellas de sus tropelías. Todo un caudal arqueológico de incalculable valor utilizado como material de construcción. Quizá crean ustedes que exagero, pero recuerden que además de tener tendencias autodestructivas, esta es también una ciudad desmemoriada, que suspira por tener algo parecido a una sede del más moderno de los museos madrileños, pero para la que su propio museo de prehistoria supone un engorro, con una colección tan extensa y valiosa que nadie sabe dónde meter. El caso es que yo también preferiría creer que todo esto es un poco exagerado porque ante esa duda, y con nuestros antecedentes, alguien podía pensar que los rellenos y los tesoros enterrados son una buena opción.

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