Ganar a toda costa

Siempre ha pasado, pero ahora tengo la sensación de que la punzada es más intensa. El deporte, como casi todos los espacios de la vida en sociedad desde que terminara la II Guerra Mundial, se ha contagiado de las lógicas estadounidenses en todos sus aspectos. Desde las puestas en escena —'speakers', 'cheerleaders', 'fan zone', etcétera— hasta en su sentido: se trata de ganar a toda costa y, a ser posible, a punta de individualidades.

Quizá por eso a los estadounidenses les guste tanto el atletismo, el golf o la natación. El ser humano —normalmente el ser humano hombre— forjando su destino a punta de gestas heroicas en la cancha de competición. Los deportes colectivos funcionan cuando son un buen negocio, suelen practicarlos personas racializadas y siempre se busca que una estrella brille más que las otras: Jordan sobre los Bulls, Aaron Judge sobre los Yankees de Nueva York o Josh Allen sobre los Buffalo Bills. De hecho, hemos heredado esa maldita manía de los rankings y de elegir en cada partido de cualquier cosa un MVP: jugador mejor valorado.

Es difícil ya seguir un partido de baloncesto o balonmano en el que no se busque quién es el MVP o quién ha acumulado mayores guarismos. En el tenis, además del ranking nos importa cuánta pasta se ha embolsado Carlos Alcaraz o Jannik Sinner. Y los jugadores de golf, como los de fútbol de capa caída, se van a vivir a dictaduras infames porque allí triplican las ganancias.

En las segundas divisiones o en los torneos donde no se juega tanto dinero, reina la invisibilidad. Es decir, se considera que casi todo es amateur hasta que los rankings y los dineros aparecen. Pero hasta en esos entornos, todo es dinero. El Racing de Santander, sin ir más lejos y por poner un ejemplo, tiene una afición a prueba de derrotas —un caso singular de contradicción con las tendencias— pero el principal accionista es Sebastián Ceria, al que le gusta presentarse como matemático y filántropo dejando en un segundo plano lo verdaderamente importante: la cantidad de dinero y poder que maneja.

Se trata de ganar, medallas, trofeos y dinero. Lo mejor es hacerlo todo al tiempo, pero el deporte contemporáneo, básicamente, es lo más parecido a un centro comercial con 'streaming' de pago. El peligro no es lo que ocurre en la cumbre sino lo que acontece en la base.

Las actividades extraescolares de los menores de edad están saturadas de deporte y vaciadas de la creación artística o de las actividades no competitivas. Padres y madres se comportan a veces como si sus hijos fueran una inversión y como si reproducir las lógicas del 'ganador' los fuera a curtir en la vida; olvidando, y esto es lo importante, que la vida solo suele ir bien cuando cooperamos —y no competimos— con el otro.

Perder, desde la infancia, está penalizado. Y ese es un contagio brutal del acervo cultural gringo donde el peor insulto que puede recibir una persona es 'loser': perdedor. Se permite ser ignorante y violento —de hecho, miren a quien han puesto en el Despacho Oval— pero no un perdedor.

Yo abogo por una liga internacional de perdedores y perdedoras conscientes, de gente dispuesta a renunciar a la competencia, de seres humanos aliados en la noble tarea de no llegar a la meta cada vez que echan a correr. ¿Se imaginan? Además de estar menos cansados, en esta renuncia podemos encontramos con gente bella que prefiera una conversación a una medalla, un abrazo a una prima por ganar un partido, un final acordado en lugar de una orden con forma de silbato. Ganar a toda costa me parece que es perder a todo trapo.