Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Poder
Hasta aquel día siempre había sido una persona bastante miedosa. Me inquietaba caminar por calles oscuras y solitarias. Además, tenía problemas para conciliar el sueño si dormía solo. Dormía solo, normalmente, cuando mi madre y yo discutíamos y yo gritaba y daba golpes a las paredes y ella decidía irse a casa de no sé quién mientras sollozaba que no soportaba estar conmigo. Pero un día, tras una discusión, el que se fue de casa fui yo. Son esas cosas que pasan a veces, la ira se apodera de uno y cuando se quiere dar cuenta ya ha dado un portazo y se encuentra en el exterior.
Y claro, una vez que se está en el exterior ya hay que marcharse porque el objetivo al irse no es irse sino que la otra persona sufra porque te has ido. Así que salí de casa enfurecido y aunque en realidad no me quería ir sentí que ya no podía volver atrás. Me eché la mano al bolsillo y comprobé que había olvidado el teléfono móvil, no me pareció apropiado regresar porque uno no se va de casa para dar media vuelta unos minutos después. Además, así ella no podría localizarme y seguro que no poder localizarme le generaba una gran angustia. Creo que deseaba su angustia porque, de alguna manera, era una forma de sentir su amor.
Como estaba enfurecido y no sabía qué hacer ni a dónde ir comencé a caminar campo a través y me interné en un gran bosque de eucaliptos que siempre había visto desde la carretera y en el que nunca me había internado. Aquello era un bosque de verdad, quiero decir que no tenía senderos, ni carteles ni nada parecido y resultaba muy complicado andar porque la maleza me llegaba muchas veces hasta la altura de las rodillas y resultaba difícil seguir avanzando en condiciones así. Mi enfado fue diluyéndose a medida que mi agotamiento iba creciendo. Cuando llevaba un buen rato caminando llegué a un claro y, extenuado, me senté a descansar.
Fue en ese momento, mientras mi cuerpo se relajaba, cuando comencé a sentirme intranquilo. Miré a mi alrededor. Nadie sabía exactamente en qué lugar me encontraba y estaba claro que no pasaba gente con frecuencia por ahí. Imaginé, de pronto, que podría sufrir un infarto o romperme una pierna y que nadie vendría a ayudarme. Pensé, también, que podría atacarme una manada de perros salvajes porque había leído en el periódico que en esos montes había una de esas jaurías y que resultaban peligrosísimos porque no eran como los lobos, que huyen del hombre, sino que están acostumbrados a ellos y no tienen problemas en atacarlos.
No me quitaba de la cabeza que esos perros me despedazarían si me encontraban solo por allí. Me pareció oír incluso ladridos a lo lejos. Quizá esos ladridos, recuerdo que pensé para tranquilizarme, son imaginarios, como los dolores que uno comienza a sentir justo después de leer algo sobre una enfermedad. Por si acaso, decidí regresar a casa pero orientarme en aquel bosque sin senderos no era sencillo y no tenía muy claro si la dirección de mis pasos era la adecuada.
Llevaba un rato deambulando cuando me pareció divisar a lo lejos, entre los árboles, una silueta que avanzaba hacia mí. Mi cuerpo reaccionó como un resorte y me eché al suelo. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de que fuera un loco peligroso. Al fin y al cabo, ¿quién podría pasear solo por un lugar así? Me oculté entre unos arbustos, muerto de miedo, mientras la silueta se acercaba. Me quedé inmóvil, con la esperanza de que pasara de largo pero cuando se encontraba a unos diez metros me descubrió, de pronto, escondido entre el follaje. Era un adolescente y vestía ropa de camuflaje. Pude percibir al instante su miedo, lo vi en sus ojos. Olí su pánico y yo, como si su temor me alimentara, me sentí de golpe muy poderoso.
Nunca había sentido un poder así, ni siquiera cuando lograba intimidar a mi madre. Mi miedo se transformó en una energía que jamás había experimentado. Aquella sensación era algo que no quería dejar escapar. Quizá por eso, sin pensarlo demasiado, comencé a correr hacia el desconocido mientras gritaba como una bestia. El joven, aterrorizado, se trastabilló, cayó al suelo, se levantó como pudo y comenzó a correr huyendo de mí, pero tenía tanto miedo que no dejaba de tropezarse. Yo, en cambio, sentía cómo mi cuerpo me obedecía con precisión. No tardé en alcanzarlo y cuando pude me abalancé sobre él. Cuanto más lloraba y suplicaba y balbuceaba él mejor me sentía yo. Estaba eufórico. Su cuerpo, aprisionado bajo mi cuerpo, no dejaba de moverse y yo, claro, no paraba de golpearlo.
Solo me detuve cuando el desconocido llevaba ya unos minutos inmóvil. Me dolían los puños pero estaba exultante. Me quedé tumbado junto a él unos minutos dejando que mi respiración se relajara. Fue en ese momento cuando escuché a lo lejos el aullido inconfundible de los perros. Sus ladridos se oían cada vez más cerca, quizá alertados por nuestros gritos o por el olor de la sangre. El chico, inconsciente, respiraba con dificultad. Lo lamenté un poco por él pero lo dejé allí. Qué iba a hacer. Los perros, con suerte, borrarían cualquier rastro de la pelea. Comenzaba a caer la noche y regresé, sintiéndome seguro y sin experimentar ya ningún temor, a casa.
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