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El arte de no notar el hedor de la impunidad: la contaminación invisible de la España rural

Villarrobledo (Albacete)

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Si buscas en Google “Villarrobledo y sus olores”, aparece inmediatamente un sinfín de protestas ciudadanas y denuncias políticas locales. Aquí, algo huele mal —y no es solo una metáfora—.

Vivir en Villarrobledo, especialmente en verano, significa soportar algo que supera lo anecdótico. Supone convivir con un recurrente olor a vinazas —residuos fétidos procedentes de la producción del vino— y otros desechos industriales. Tan fuerte es este olor, que inspiró el título del libro Nacido entre Vinazas, del escritor local Miguel Ventayol (1). Cuando llegan visitantes, aunque intentamos mostrar nuestro pueblo con orgullo, sentimos una especie de vergüenza colectiva por ese hedor inconfundible que impregna cada rincón.

Recientemente, leyendo el artículo antropológico 'The Art of Unnoticing' de Loretta Lou, me sentí identificada con esa aparente indiferencia que describe de una población china ante la contaminación que les rodea (2). Una “ignorancia deliberada” que permite a las personas seguir viviendo allí ante algo que está fuera de sus manos. Por lo que, como mecanismo de defensa, fingen no notar nada anómalo. Aquí, fingimos no notar lo que realmente apesta. Pero claro que lo notamos, y mucho. La desidia institucional nos empuja a ignorarlo, a aceptarlo con una resignación que jamás debería ser normal.

Este olor nauseabundo proveniente de residuos industriales es resultado de la falta de políticas ambientales responsables, que privilegian intereses económicos frente al bienestar de la población y su salud. Y no es un caso aislado: ocurre en muchas localidades rurales españolas afectadas por industrias alcoholeras, composteras o ganadería intensiva de alta concentración de animales.

No se trata solo de molestias olfativas. Es una muestra tangible de la desidia institucional que sufrimos. Nuestros pueblos, vendidos al mejor postor bajo la excusa del supuesto progreso económico, terminan siendo territorios donde empresas actúan con impunidad, aprovechándose de la fragilidad estructural de la España rural. Quienes se atreven a protestar son tachados de retrógrados, ridiculizados y silenciados, incluso acusados absurdamente de creer en teorías miasmáticas de siglos pasados.

Las autorizaciones medioambientales suelen concederse sin participación vecinal ni evaluaciones de impacto social. El olor, difícil de medir objetivamente, es frecuentemente ignorado en las propuestas. Sin embargo, la OMS reconoce que los olores persistentes derivados de la contaminación ambiental provocan estrés, ansiedad, trastornos del sueño, problemas respiratorios e incluso depresión, afectando seriamente nuestra salud y bienestar (3).

En países como Alemania, Suiza, Australia, Canadá, Japón, Chile y Colombia, existen normativas específicas para regular olores (4;5). En España, aunque está vigente la Ley 34/2007 sobre calidad del aire y la norma UNE-EN 13725:2004 (6), aún falta una legislación nacional específica efectiva. Esto permite a las empresas aprovechar vacíos legales para operar sin ciertas restricciones. Aunque los ayuntamientos tienen competencias para regular la contaminación por olores, pocos lo hacen mediante ordenanzas concretas (8).

Romper este silencio es urgente. Necesitamos políticas públicas que respeten nuestra dignidad y bienestar, no solo la rentabilidad empresarial. Es el momento de exigir ordenanzas municipales claras y legislaciones nacionales rigurosas que protejan nuestra salud y nuestro derecho a respirar aire limpio y libre de malos olores.

Con la llegada inminente de las ferias populares estivales en muchos pueblos españoles y, con ello, el regreso temporal de vecinos en la diáspora y visitantes, volveremos a escuchar frases como “yo ya ni lo noto” o “yo me he acostumbrado”, dichas con vergüenza y resignación para excusarnos, cada vez que llegue una bocanada hedionda. Pero entre la ironía y la resignación, olvidamos lo curioso —y triste— que resulta normalizar lo que debería ser inaceptable.

Ojalá llegue pronto el día en que digamos: “¿Te acuerdas de cuando olía a vinazas?”, con la misma nostalgia con la que evocamos un lejano recuerdo de infancia.

Mientras tanto, la lucha por respirar aire limpio y libre de malos olores continúa, confiando en que la ciudadanía despierte, abandone el letargo y exija soluciones reales.

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