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El veraneante (II)

Alvalade, Lisboa

Miguel Ángel Curiel

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Este agosto en Alvalade, en el apartamento de la Henrique Cardoso que me ha prestado V.A. Dejé T. el 1 de agosto. Viajé a Lisboa en un autobús de color pistacho. T. vuelve a estar comunicado con Lisboa después de mucho tiempo con una línea de autobuses de color pistacho que viene desde París. Al cruzar el río por el Vasco de Gama, la misma sensación de siempre, la nulidad y el asombro, la luz restañada, y los barquitos de papel meciéndose en las plata de las aguas. Unas vacaciones indefinidas, vacaciones de mí mismo y contra mí mismo.

El misterio de una casa que te dejan es que todo debe quedar como si no hubieras estado allí, y que tu presencia sólo deje una imprecisa y rara huella. De la misma forma te dejan la ciudad, y de ti en ella no debe quedar más que la sombra de un fantasma que vaga por las calles sin buscar nada, y sin nada que llevarte de ella, cuando te marches no quedará estigma o culpa de tu presencia, y sí la idea de que tarde o temprano volverás cuando te llame. Te la prestan para que la vivas con una normalidad extraña, espúrea e insignificante.

El apartamento es diáfano y tiene un gran balcón que da a la calle. La calle es muy tranquila y las aceras están calcetadas a la manera portuguesa. En el apartamento solo hay libros y fotografías de Rui Salgado y Maria Blanco. En la sala principal un cuadro de Paula Rego que lo llena todo con un rostro de mujer lleno de tristeza y miedo. Decido no salir del distrito de Alvalade, achicar el espacio lo máximo posible y dejar el móvil apagado debajo de la cama. Encima de mi escritorio V.A. me ha dejado una hoja escrita a mano con algunos consejos. Las normas en Lisboa con la recogida de basura son muy estrictas. El lunes basura normal, el miércoles plástico papel y vidrio, el viernes de nuevo basura normal. Consejos de cómo ir a Cascais sin pasar por la estación del Caís de Sodre, y una enumeración de pequeños bares y restaurantes dentro de Alvalade. Por último el agua del grifo es de calidad, pero no tan buena como la de Madrid.

Coleccionar este tipo de notas escritas a  mano se ha convertido en los últimos años en una manía para mí. Cientos de notas de este tipo llenan mis libros y cuadernos como un reflejo temporal de algún encuentro. Alvalade se ha vaciado en estos primeros días de agosto, es una isla de tranquilidad en esta parte de la ciudad donde la clase media lisboeta lleva una vida anónima y silenciosa. La tranquilidad fútil puede llevar a la angustia, sobre todo si uno se refugia en libros aún más llenos de angustia como 'Los cuadernos en octava' de Kafka.

“Son días eternos, los más lentos del año”

La gente huye hacia las playas, hay un largo litoral de casi 700 kilómetros de playa de aguas aún limpias y frías que se llena de pingüinos. Días displicentes los llamo, y sin embargo son días eternos, los más lentos del año. Días dulces. No tengo nada que hacer, vivir o soñar, nada que pensar. Ni siquiera he contemplado la posibilidad de dejar esta red de calles para ir a Estoril o a Gincho y perderme entre miles de pingüinos, o cuerpos yacentes que se tuestan bajo el sol atlántico. Menos aún me seduce bajar como tantas otras veces hasta el Caís de Sodré para tomar un café en una terraza mientras miro la luz arder en el río.

El tiempo se mueve siempre en dos direcciones, una apunta hacia la eternidad y la otra de nuevo hacia la consideración de hechos simples y evidentes, como cuando Iris Murdoch alude en la soberanía del bien a Mctaggart, que dice que el tiempo es irreal y Moore le contesta que él acaba de desayunar. Por si acaso siempre desayuno fuera. Desde Areeiro caminando hasta el río es casi una hora bajando cuestas por la Avenida da Liberdade, en metro nada, cinco minutos. ¿Pero para qué meterse en el meollo pudiendo vagar por el cielo de unas calles vacías? En este espacio achicado las mañanas son sagradas, las tardes una epifanía conjurando cualquier maldad que pudiera pasarse por la cabeza, como el tren que cada diez minutos remueve los cimientos de la casa. Las noches en el balcón con una copa de vino mirando las tripas de los aviones entrando en Portela, mientras converso con el loco de Lobo Antúnez. Es improbable que algún día deje de quejarse.

Vacaciones de mí mismo, contra mí mismo y a favor de mí mismo. No bajaría en esta ocasión hasta Santa Apolonia atravesando los laberintos de Alfama y Morería. Ninguna noticia del río en la Baixa, o de los hormigueros de turistas entre Martín Muniz y Chiado. No saldría durante estos días de Alvalade. Por las mañanas en la terraza del café Londres, en Campo Pequeño, frente a la plaza de toros, donde algún ribatejano perdido contempla con melancolía el cartel de la feria taurina del año pasado. Por las tardes en el parque Fernado Passo, con un libro de Simone Weil y el cuaderno de los ríos. De noche en el Luanda, en Avenida Roma con una copa de Porto. Una Lisboa anodina y vacía en agosto, discreta y que jamás saldrá en una guía de viajes.

Al mismo tiempo me llegan los reflejos de otros viajes en los que he optado por lo extravagante y una huida a tiempo del meollo,  como aquella tarde al llegar en tren a Mestre, y antes de meterme en la boca maloliente de Venecia me di la vuelta, o al llegar a Florencia opté por subirme al cercanías hasta Prato. En un momento dado, quizás entre el cuarto y el quinto día, mi voz interior insistía en decirme: No tengo nada que decir, y todos merecen silencio. A partir de ese momento no pronuncié ya más el nombre de la ciudad. En cualquier documento o conversación me remití al lugar perimetrado, pero el lugar perimetrado era en realidad muy difícil de perimetrar.

“Me perimetré a mí mismo y clarifiqué hasta el absurdo un círculo imaginario”

Las partes de una ciudad como Lisboa se absorben unas a otras, como un helado de varios sabores, al final queda un sabor extraño e indefinible en la boca hasta que ya no los distingues. Así que me perimetré a mí mismo y clarifiqué hasta el absurdo un círculo imaginario entre Campo Pequeño y Avenida Roma hacia la línea del río, y al Norte entre el Bulevar de Alvalade y el Café Luanda en Avenida Roma. Al Oeste la línea estaba en Entre Campos y Campo Grande, y pensé, esto son unas vacaciones que a la vez son un purgatorio. Se trataba de poner a prueba mi resistencia a la soledad. Las noticias desde el País Soleil latían en la luz. El país bobo del que vengo. Después me digo, compartimos los ríos grandes, y en breve me esperan en Soria. Apenas noticias de T. más allá del calor que está abrasando el huerto virginal de JAB; J. en Toledo poniendo en prácticas un paraguas de ideas disyuntivas contra el sol. Los demás tostándose en Cádiz.

En la tranquilidad de Alvalade, los aviones cargados de carne entrando en Portela. Amo esta ciudad y ella me ama. Al fin se da la correspondencia, cuando lo más normal es el desamor entre la ciudad y uno. Esta vez se trataba de experimentar a través de la soledad y el silencio imposible de la ciudad la eternidad. Dile al tiempo que se detenga, y el tiempo te contesta, detente tu primero. Al menos esta parte de Lisboa se había vaciado y en ese páramo urbano deambularía durante días de mucho sol y claridad. Tu o [yo] como  -Um río acima- envuelto en la luz blanca que se conjuga con los colores pasteles y verdes aguas de los edificios de clase media de Alvalade, y bajo ideas y pensamientos medulares vivir sin prisa los días en los que la miel cae del cielo. T. siempre ha estado en la mitad del curso del río, allí, apostada, dormida justo en ese lugar donde el río joven se convierte en un río viejo, y nuestra vocación siempre fue ir aguas abajo más que remontarlas.

Esta vez había huido dejando atrás mi bobo país, el país soleil, un país medieval de reinos medievales y por fin me encontraba en una república, río abajo de mí mismo, de mi propio río, y como no he querido contar los años hasta llegar aquí, todo se ha quedado seco bajo “Um rio acima”. Ahora no había otra cosa que vagar por aquellas calles que van desde la Avenida Roma a Entre Campos, y descansar tirado en la hierba de pequeños parques como islas verdes en una ciudad ahora vacía. Un libro de Clarice Lispector como ventana al mundo y otro de Simone Weil como puerta al yo desierto. Consciente de que los prolegómenos siempre valen más que los finales, y que estos no son más que los epígonos de otros veranos malgastados en playas absurdas llenas de pingüinos.

Sé que para escribir de un río uno debe tener en la cabeza otros ríos, haber visto muchos ríos. Fue en la terraza del café Londres, al séptimo día de estar en Alvalade. Tenía a mano el viejo cuaderno de pastas negras que me había regalado N. hacía ya mucho. En él fui anotando a lo largo de estos últimos 20 años el nombre de los ríos en los que me fui bañando. Junto al nombre del río había siempre un pequeño comentario. Coleccionaba ríos y baños fluviales. Entre las palabras que aparecen en estos comentarios destacan siempre: limpio, sucio, peligroso, corriente, profundo, cristalino, oscuro, puente. A este pequeño cuaderno de pastas negras sólo le quedan ya cuatro hojas en blanco. Está por lo tanto a punto de cerrarse para siempre. Decido entonces que en esas hojas se anotará algo sobre “Um río acima”. Por si  acaso había metido en la maleta el bañador azul. Carlos Ramos, el poeta de Peniche, ya se había enterado de que andaba por allí, y no dudé en ningún momento  de que él caería por la Henrique Cardoso para llevarme a Cascais.

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