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Tiempos muertos

Fotograma de la película En un lugar sin ley

David Parages

Mitad cineasta y mitad explorador, Lowery emprende en “En un lugar sin ley” un viaje apasionante siguiendo los pasos trazados con anterioridad por Terrence Malick. La influencia del director norteamericano se hace evidente tanto en el desarrollo argumental como en su puesta en imágenes, lo que no evita que Lowery demuestre tener una personalidad propia que plasma en cada fotograma del film. La historia de una pareja separada por el crimen que busca encontrase a pesar de las trabas legales y sociales, es el ejemplo perfecto de que en el cine lo importante no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta: una fotografía preciosista, un montaje evocador, una planificación envolvente… Lowery emplea todo su arsenal como director y guionista para alcanzar una emoción que atraviesa la pantalla y se adhiere al subconsciente del público. “En un lugar sin ley” resulta triste y bella, terriblemente bella.Lowery desarrolla su gusto por las profundidades de América y del alma humana, un paisaje con figuras que deambulan a la deriva con el revólver en una mano y el corazón en la otra. Casey Affleck y Rooney Mara definen magníficamente sus personajes con apenas una mirada, con un gesto expectante. Los amantes criminales que interpretan parecen estar siempre a la espera de algo que no sucede sino dentro de ellos mismos, en un trasvase continuo de corrientes interiores y exteriores que supone lo más estimulante del film. La pareja de actores aparece bien pertrechada por Keith Carradine y Ben Foster, intérpretes que trascienden la denominación de secundarios.

Habrá quien pueda considerar “En un lugar sin ley” como una película imperfecta, por su indefinición y por cierta dispersión en el relato. Sin embargo, es esta imperfección lo que hace que su visionado resulte emocionante, porque plantea más preguntas que respuestas y porque es capaz de llevar al espectador por terrenos gobernados por una intimidad imprevista. Unir violencia con sentimientos es una fórmula que no siempre funciona en el cine. Lowery resuelve este reto con éxito utilizando lo que en otras películas se suelen considerar los tiempos muertos: espacios en la trama condenados a no aparecer en el plano, por donde los personajes transitan su desasosiego. Así, la subida de una colina o la lectura de un cuento alcanzan la intensidad de un balazo, la tensión de unos dientes apretados. Esa es la paradoja de una película que despierta emoción e inquietud en voz baja, que transmite vida desde lo que parece inerte. Por estos y otros motivos, el nombre de David Lowery deberá ser tenido en cuenta en los próximos tiempos.

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