Sin el uso partidista que el Partido Popular y su entorno han hecho de Catalunya no estaríamos ante un conflicto de esta magnitud. La derecha política y la mediática han encontrado en Catalunya un potente argumento electoral o comercial en el resto de España. Recoger firmas contra el Estatut y, después de ser aprobado en referéndum, maniobrar en el Tribunal Constitucional para invalidarlo resultó rentable a Mariano Rajoy. El portazo al pacto fiscal, también. Y ahora el PP confía en que la querella contra Artur Mas le sirva para ocultar la corrupción y movilizar a sus agotadas bases. Un argumento parecido podríamos encontrar a la hora de analizar la trayectoria del otro bando. El uso interesado de las banderas, por desgracia, no es sólo patrimonio del nacionalismo español.
Pero ante un conflicto, la principal responsabilidad recae en quien tiene el poder para encontrar soluciones. O, al menos, para abrir el diálogo que alumbre alternativas. Mariano Rajoy ha optado una vez más por la negación absoluta. En su primera respuesta al 9-N, siguió el guion de siempre. Se declaró el Presidente de los cuatro millones que no acudieron a las urnas el pasado domingo y condenó a la frustración a los 2.305.290 que votaron, de los cuales, incluso, el 10% proclamaron su deseo de ser un estado dentro de España. “Si quieren, que propongan el cambio de la Constitución”, dijo Rajoy, a sabiendas de que tiene la mayoría absoluta para impedirlo.
Rajoy no ofrece ninguna salida a Catalunya. Ni a los independentistas, ni a quienes quieren seguir en España con otro estatus. Ni a quienes votaron, o votarían ‘no’, en un referéndum. Porque estos catalanes también sufrirían las consecuencias de vivir en una sociedad frustrada, sin la posibilidad de canalizar sus aspiraciones. La única respuesta efectiva y real es una querella de la fiscalía, tan ‘independiente’ del Gobierno que fue anunciada por la líder del Partido Popular en Catalunya. La querella es un inmenso error. Otra vez cometido con la mirada en España y sin importar las graves distorsiones que la querella provocaría en la política catalana. La primera distorsión, el impulso al ‘partit del president’, el movimiento en torno a Artur Mas, el objetivo de Convergència para evitar la derrota.
El PP sigue con el guión marcado por José María Aznar: “Antes se romperá Catalunya que España”. Y los populares leen los resultados del 9-N en esta lógica. El independentismo tiene fuerza, pero no la suficiente como para lograr una victoria incontestable en términos de legitimidad democrática e internacional. Pero el Gobierno del PP olvida que este empate no será permanente porque sus acciones dan argumentos a los soberanistas y se los quitan a los que apuestan por el acuerdo con España. Y no sabe, o no quiere saber, que la sociedad catalana no se fracturará porque tiene la cohesión suficiente como para digerir cívica y democráticamente un debate de tal intensidad. Que el PP se olvide del sueño de la ruptura civil. Lo único que consigue es afianzar a quienes desde siempre han encontrado en el nacionalismo un magnífico instrumento de poder.
Con el PP en el Gobierno no hay solución para Catalunya. Y el dilema en Catalunya es si es mejor ir a la confrontación durante el último año de legislatura con mayoría absoluta del PP, o esperar a un nuevo escenario político en España. El independentismo genuino, el de siempre, tiene prisa porque difícilmente encontrará una coyuntura que movilice más a sus bases que la actual. Pero posiblemente lo más razonable sería esperar a principios del 2016 y negociar con una nueva mayoría en el Congreso de los Diputados. El propio Artur Mas lo sabe. Y también el PSC de Miquel Iceta, que aún tiene esperanzas de lograr una propuesta creíble de reforma constitucional por parte del PSOE. Con el PP en el poder sólo quedan las querellas, las amenazas, la estrategia del miedo, el muro de una ley inamovible. Y, enfrente, la resistencia. Por eso el futuro de Catalunya está en la capacidad de los ciudadanos para cambiar España.