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La Coca-Cola, con sabor a cava

Protesta de los trabajadores de Coca-Cola en la planta de Fuenlabrada.

Víctor Saura

Barcelona —

Tomás Gómez, presidente del Partido Socialista de Madrid (PSM), ha declarado recientemente que defender la planta embotelladora de Fuenlabrada “es defender la unidad de España”. Y otro líder socialista madrileño, Rafael Simancas, ha twitteado que él y sus compañeros harán boicot a la marca estadounidense y dejarán de consumirla. No por los trabajadores que irán a la calle, sino porque serán madrileños, o quizá porque no serán catalanes. Según Tomás Gómez, la Comunidad de Madrid debería investigar las relaciones “oscuras y opacas” entre Convergència y la familia Daurella, máxima accionista de Coca-Cola Iberian Partners . Lo dijo después de reunirse con representantes sindicales, los cuales, sin llegar al extremo de situar su fábrica a la altura del Alcázar de Toledo, sí que llevan semanas explicando que la decisión de la firma responde más a razones políticas que empresariales.

Los despropósitos de Gómez y Simancas son sólo los primeros de los muchos que pueden llegar a medida que avance el conflicto laboral en la Coca-Cola ibérica. El terreno está abonado. La presidenta de Coca-Cola Iberian Partners es Sol Daurella, la cual no sólo es sospechosa por origen y condición (catalana y rica heredera), sino que además está casada con Carles Vilarrubí, hoy vicepresidente del Barça y persona muy cercana, desde los años setenta, al clan Pujol. La hoja de servicios de Vilarrubí al pujolismo es tan larga y prolífica (de ser de chófer de Pujol en la primera campaña electoral de unas autonómicas a sentarse en el consejo de administración de Telefónica a raíz del Pacto del Majestic) que cualquier teoría conspiranoica sobre el eventual conexión entre la firma de bebidas y la ola separatista congregará masas de adeptos. Y, para colmo de males, Sol Daurella es desde 2011 presidenta del Teatre Nacional de Catalunya (TNC) por obra y gracia de Artur Mas.

Coca-Cola Iberian Partners nació hace un año, en febrero de 2013, fruto de la fusión de las siete empresas con licencia de la multinacional de Atlanta para la fabricación y distribución de sus productos en España y Portugal (Casbega, Cobega, Colebega, Rendelsur, Begano, Norbega y Asturbega). En conjunto, sumaban once fábricas en todo el país, que la compañía anunció en un comunicado emitido el pasado 22 de enero que reduciría a siete “a fin de ganar eficiencia y competitividad y de evitar duplicidades”. Resultado: 1.250 empleados afectados por un ERE de reestructuración, de los que 350 serán prejubilaciones y alrededor de medio millar tendrán la opción a recolocarse al resto de factorías del grupo. Las cuatro plantas sacrificadas están situadas en Alicante, Colloto (Asturias), Palma de Mallorca y Fuenlabrada (Madrid). El resto, que quedarán intactos o incluso se potenciarán, se encuentran en Coruña, Bilbao, Málaga, Tenerife, Sevilla, Valencia y Barcelona. Con todo, Madrid conserva la sede social y algunos departamentos, como los servicios jurídicos, comunicación, atención al cliente, etc. Pero esto es querer saber demasiado. El titular rápido, el flash, es que cierra la fábrica de Madrid y se mantiene la de Barcelona. Que gana Cataluña, vaya. El resto no cuenta. Y si a esto se suma que la máxima accionista es una familia catalana cercana al entorno convergente la conclusión cae por su propio peso.

Lo más paradójico es que esta interpretación choca frontalmente con la que se hacía hace sólo unos meses, cuando la recién nacida Coca-Cola Iberian Partners optó por fijar su sede social en Madrid y no en Barcelona. Al fin y al cabo, de todas las “vegas”, la catalana Cobega era de largo la que tenía el volumen de negocio más elevado y bien podía haber mantenido el domicilio social en Cataluña. Pero no lo hizo. “Coca -Cola abandona Cataluña ante los aires separatistas”, titulaba el diario digital La Voz Libre. “Coca-Cola Elige Madrid y no Cataluña”, decía La Razón. “Coca-Cola se independiza de Cataluña” ironizaba Intereconomía. La tesis de éstas y otras muchas informaciones aparecidas entre octubre de 2012 (cuando se empezó a hablar de la posibilidad) y de 2013 (cuando se confirmó) era que la multinacional de Atlanta, harta del chantaje separatista, había decidido situar su sede en un territorio seguro, y que este camino pronto le seguirían otras grandes empresas, como ya había anticipado José Manuel Lara, el dueño de Planeta. Aunque con menor intensidad, también desde Cataluña algún articulista encolerizado dio credibilidad a esta otra teoría conspiranoica y tildó de alta traición el movimiento de Cobega. Nuevamente, la hipótesis casaba bien con los prejuicios de cada trinchera.

Quizá la explicación es que se optó por Madrid con vistas a lo que pasaría cuando la chispa de la vida encendiera la bomba de Fuenlabrada. La compañía necesitaba adelantarse y buscar argumentos para, llegado el momento, no parecer demasiado cuadribarrada. No sea que la Coca-Cola termine estigmatizada como el cava y los españoles se lancen en tromba a beber Pepsi. Eso sí que lo permite entender todo, y no el argumento, apto sólo para gente naíf y desinformada, de que, como todo gigante empresarial (con una facturación estimada de 3.000 millones anuales), lo que busca la embotelladora ibérica es sacar el máximo provecho al mínimo coste –en Madrid, Barcelona o donde sea– y repartir el dividendo más elevado posible a sus accionistas. Pero por esto no será, ¡qué va!

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