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Ni exiliados ni turistas

Puigdemont caminando por una calle de Bruselas

Ramon Miravitllas

Tarradellas era un exiliado y Puigdemont no lo es, por mucho que lo diga. Tarradellas bajó del avión en Barajas con la Generalitat de la República depositada a cuestas, un pelotón del ejército español le presentó armas y un capitán le dio la novedad en catalán. Un oficial del ejército que había fusilado a su antecesor le trató de President. Eso fue la transición. La primera vez que hablé con Tarradellas, exiliado en Saint Martín Le Beau, me dijo: “Sois el primer catalán que se preocupa por mi situación económica; me cuesta llegar a final de mes porque quien mejor podría y debería procurar el sostenimiento de la institución (Jordi Pujol) no lo hace.” No creo que sea ésta la situación de Puigdemont, quien parece a gusto entre la gastronomía flamenca y las invitaciones a la ópera.

Los republicanos que huían al exilio comían hierbajos de los campos y la soldadesca italiana les hacía fotos a cambio de migajas. Su supervivencia estaba en peligro. La analogía con 1939 que fuerzan los autores intelectuales del 'procés' se descalifica por sí misma. Los paisajes de la Guerra Civil nos han legado desgarradoras escenas de dolor, personajes devastados que pervivirán en la memoria y una tipología del exilio muy nítida. ¿Es posible razonar que son exiliados del siglo XXI quienes se elevaron a líderes en el epicentro de un ilícito penal que consta en las constituciones europeas? ¿Lo son quienes mediante una expatriación voluntaria se niegan a asumir consecuencias? ¿Quienes han puesto tierra de por medio con una democracia donde se pueden defender sin trabas los postulados de autodeterminación? 

He consultado a un amigo comunista cuyo aguerrido activismo contra la dictadura le obligó a marcharse de España con el alma ultrajada. Desde Suecia mi amigo continuó ejerciendo un antifranquismo de acero y su valía le llevó a traducir los discursos en castellano del primer ministro sueco que salió a la calle con una hucha para pedir óbolos contra el tirano español. Sí, Olof Palme, aquel que mataron cuando la socialdemocracia iba en serio. La casa de mi amigo ha dado cobijo a exiliados que tienen un lugar reconocido en la historia como el general Juan Modesto o Miguel Ángel Asturias (despojado de su nacionalidad y que después fue recibido como embajador de su país y Premio Nobel), y también a decenas de chilenos, uruguayos y argentinos machacados.

Mi amigo que se refugió en Escandinavia no se reconoce entre los miembros del gobierno catalán que han huido a Bélgica a fin de alejarse de la reacción de la justicia por fracturar un Estado situándose por encima de sus leyes. Tampoco identifica a presos políticos en Jordi Sánchez y Jordi Cuixart (mal llamados “Los Jordis”, como si fuera un género identitario despersonalizado, a pares o a tanto el kilo). Los presos de conciencia en un Estado represivo, por abreviar: no pueden hablar de sus ideas, suelen tener moratones en los genitales o son lanzados por las ventanas de las comisarías en el quinto interrogatorio. Mossèn Xirinacs fue un preso político, como tantos otros, y entró en huelgas de hambre y sed, por separado y juntas. No se tiene noticia de que los presos a los que el independentismo califica de políticos y sus círculos concéntricos entraran en huelga de hambre para apoyar sus reivindicaciones, lo que lleva a pensar que en este punto Catalunya tampoco parece Irlanda del Norte.

La acción más resonante del entorno rezumaba simbolismo: entrar en un simulacro de celdas en la plaza mayor de Vic. En suma, mi amigo ha pasado de agitar la subversión antifascista a preocuparse por la cuidada subversión del lenguaje y sus significados en la potente maquinaria del soberanismo. Para cualquier aclaración mi amigo me remite al diario de Miguel Torga, un escritor comunista portugués represaliado por la dictadura dos días después de la Revolución de los Claveles: “Las instalaciones de la PIDE (policía política) han sido ocupadas. Mientras en compañía de otros viejos veteranos de la oposición al régimen fascista presenciaba la furia de algunos exaltados que reclamaban la muerte de los agentes, acosados en su interior, y destrozaban sus automóviles, pensaba en el hecho curioso de que las verdaderas víctimas de la represión raras veces ejecutan su venganza. Tienen un pudor que les impide manchar su sufrimiento. Son los otros, los que no sufrieron, los que se exceden, como si no tuviesen la conciencia tranquila y quisieran alardear de una desesperación que nunca sintieron.”

Otros paralelismos son también inexactos. España es una democracia en regresión, pero no es Turquía, ni aún menos una dictadura. En 1939 el generalato fascista inspiró un golpe de Estado contra una legalidad republicana que provocó un millón de muertos. En la aplicación del ordenamiento legal “Madrid” no ha dado ningún golpe de Estado contra “Catalunya”. La derecha identitaria española ha cometido, eso sí, pifias descomunales que han llevado al 155 y a encarcelamientos que debieron ser preventivamente evitados. El PP ha dado mal trato a un gran número de catalanes que deseamos mayor autogobierno de la nacionalidad histórica y una relación más fértil e igualada con el poder central, muchos de los cuales nos manifestamos aquel julio de 2011. Y muchos de los cuales, a la vista de la cerrazón del PP, han derivado a posiciones soberanistas que necesitan mayor respeto político. Llegados aquí se hace clamoroso el silencio táctico del centro-izquierda español acerca de la temeraria belicosidad hacia Catalunya en los últimos 10 años a fuego lento y atizándolo contra el Estatut, o cocinando todas las argucias políticas y tecnicismos jurídicos para degradar el Estado de Derecho.

Hasta aquí una sociedad que vive en la trinchera disparándose posverdades, photoshop político y diccionario balcánico en todas direcciones. Como no es mi deseo cambiar de amigos, de conversación y de país, he aquí unas modestas reflexiones ante unas elecciones que deberían señalar un nuevo tiempo: La decadencia de las personas comienza cuando no tienen la menor duda sobre ellas: no se puede justificar todos los abusos y errores propios. Gobernar es también transigir. El convencimiento de estar siempre en posesión de la razón, aun en mentes muy preclaras, ha dado sobresaltos a la humanidad. Un paraíso (España o la República Catalana) del que no se puede salir es un infierno. Los problemas se solucionan trabajando de noche y callando de día (De Gaulle). Somos los buenos porque somos la gente no es una verdad duradera. Las masas no piensan. Ya no es hora de voces destructoras, de las palabras como puños. Las críticas no son siempre intempestivas. Si Financial Times y Le Monde, pesos pesados en la opinión mundial, se muestran muy críticos con el secesionismo catalán, hay que decirlo y aceptarlo: el catalanismo no puede ser autismo. Para elites de Madrid y Barcelona: no se puede vivir del autoengaño ni presumir de amar a tu país y además pretender cobrar por ello. Una república nacida en la ilegalidad no se declara simplemente porque cuando la flecha está en el arco tiene que partir.

En Canadá, país que ha sabido encontrar la fuerza de la marcada diversidad, dicen que canadiense es todo aquel que sabe hacer el amor en una canoa. Parece interesante. Empecemos por tranquilizar nuestras aguas, fecales. Buscar qué madera nos pondría a flote será difícil: deberemos dejar de vivir en el autoengaño.

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