Horas antes de la declaración unilateral de independencia en el Parlamento (DUI), unos niños y niñas de entre 5 y 10 años de la prestigiosa escuela Santa Ana de Barcelona se recreaban en el patio tras la comida. Una profesora orientaba el juego, en el que la mayoría de los alumnos se echaban al suelo y quedaban inmóviles, bloqueando el camino de una minoría que se acercaba sin excesivas pretensiones de superarlos. Previamente a tumbarse habían iniciado una cantinela: “Fuera las fuerzas de ocupación”, “no pasaréis”. Al ver la muralla de carne, la minoría de niños a quienes tocaba el ingrato papel de asaltantes desistía. Como los niños son niños, el entretenimiento desembocó en una persecución al estilo clásico de policías y ladrones. Ignoro los beneficios pedagógicos de inocular en el ocio de los niños una simplificación política tan dura por no decir agresiva: buenos y malos, represores y resistentes: invasores, no pasaréis, una frase que resonaba a hippies y también a Guerra Civil.
Una reducción más del pensamiento en la tierra del sí o no, del ellos o nosotros, del blanco o negro, todo o nada, catalanes o españoles, indepes o fachas, donde tiempo ha desaparecieron los matices. Una situación con un contexto social que los llevaba al reciente 1-O, cuando las unidades estatales destinadas a evitar unas votaciones más allá de la ley decidieron añadirse a la ilegalidad manifiesta abusando a conciencia de sus funciones. El presunto juego del patio sí parece confirmar, sin embargo, una certeza: no hemos logrado explicar el valor político de la transición. Lo intentaré por las vías menos filosóficas, dando por supuesto que los pactos se produjeron bajo presión del aparato totalitario y sobre el fundamento del olvido mutuo.
En los últimos años del Caudillo a los periodistas les podían abrir diligencias, detenerlos, torturarlos y juzgarlos en aplicación de la Ley Antiterrorista por una palabra de una crónica del Tribunal de Orden Público, un detalle de la sala de un consejo de guerra o cubrir una asamblea de SEAT. Por si no bastara, los ultras podían amenazar a domicilio enviando una cédula de cementerio o apalear directamente. Tiempos oscuros, también, por poco explicados. Un ejemplo En 1975 los blaugrana campeones de Liga estaban en la Copa de Europa, pero los rivales occidentales preferían perder a disputar una eliminatoria al representante de un país que dictaba sentencias de muerte. El club que se negó a jugar por principios democráticos fue el Lazio (hoy el más ultraderechista de Italia) y el repudiada por tener la camiseta manchada de negro fascista fue el Barça. Increíble, ¿verdad? A estos límites vergonzantes nos llevaban los coletazos más sangrientos de una dictadura enloquecida en los estertores finales. Cuando en 1974 el Papa imploró clemencia por la vida de condenados, la voz del telediario se mofó: “Estas voces paternales que equivocan sus esfuerzos...”.
Los militares ejecutaban a oponentes del régimen fusilándoles o rompiéndoles el cuello por garrote. Por la cuenta que nos traía, los periodistas nos aprendíamos de memoria los tres tipos de mandos del Ejército: los barrigones o acomodaticios, una legión de estómagos agradecidos; los halcones, muchos y en lo alto; y un puñado de progres que contaban sus apariciones con los dedos de la mano, entre otros motivos para poder conservarlos. Los generalotes marcaban el paso de la patria y en el terreno de la fuerza no había nada que hacer. Todas las armas, menos las del pensamiento, estaban de su lado. ETA, única organización en presentarse al campo de batalla, liquidó al continuador previsto del dictador, Carrero Blanco, un tipo de principios cerrados. “La juventud está sumida en la droga, la anarquía y el ateísmo”. El atentado al almirante provocó sentimientos de alivio en sectores diversos, pero pronto ETA llevó su causa tan al extremo que perdió el sello político. Promulgada la Constitución, que venía a romper la estrategia de “cuanto peor, mejor”, la banda asesinaba tan seguido que incluso en la primavera de 1981 murieron dos jefes del Ejército en pocos días.
La extrema derecha, poderosa y bien colocada, aprovechaba cada funeral para sacudir el Ejército, a ver si afloraban los instintos del 36. “La hez asesina cuando los gobiernos son débiles”. “Tarancón al paredón”. Tarancón era un obispo practicante del pluralismo y la igualdad y, por tanto, un peligroso enemigo, un “tonto útil” del Vaticano, compañero de viaje de Moscú. Terroristas de Estado y de guerrilla se alimentaban recíprocamente en un clima asfixiante. Lo único fresco en el horizonte de 1975 era un monarca designado por Franco, del que el incienso oficial cantaba que sabía de todo, karate incluido. “Buena falta le hará”, ironizaba la oposición. Juan Carlos no fue el motor del cambio, pero sí la espoleta desde arriba para la evolución hacia una democracia formal. Desde abajo era imposible, a pesar de los grandes pollos en la calle. Las potencias occidentales, que ya no ayudaron a la República como debían y acabaron aceptando al valioso títere anticomunista de Madrid, apostaron por el Rey.
Y así, desde una reforma guiada a trancas y barrancas por élites llegó un sistema de partidos (“los demonios familiares” según el dictador), avalado por las viejas democracias (“la conspiración judeo-masónica”) y sin exclusiones. Cuando en 1977 se legalizó el PCE, la bestia roja, el general De Santiago, número 2 del Gobierno, dio un portazo y el Consejo Superior del Ejército bramó de descontento, però las gentes ya hervían de ansias de libertad y en la cúspide de las decisiones el Rey y el presidente Suárez no tuvieron más que escucharlas y actuar en consecuencia: sufragio universal, formaciones desde franquistas reconvertidos a los marxistas más intransigentes, organización territorial en tres nacionalidades históricas (entre ellas Catalunya) y regiones, un presidente venido de la Generalitat republicana y, la guinda del pastel, decían, la reinstauración (sic) de la monarquía (parlamentaria) solemnizada en un discurso de la Corona que contenía una frase vigente: “Ninguna causa será olvidada”.
Merced a lo que hoy se denomina con ignorante displicencia el “régimen del 78”, políticos e intelectuales se reintegraron a la vida más activa; las mujeres ya no necesitaron permiso del marido para existir; los casados y casadas que ponían cuernos a su cónyuge ya no delinquían; ya no se internaba a los homosexuales; se amnistiaba a los antifascistas represaliados; quienes se desenamoraban podían divorciarse; se amnistiaba, los trabajadores podían hacer huelgas y afiliarse a un sindicato de clase, y la policía ya no te podía pillar en cualquier sitio por cualquier tontería.
No obstante, la razón de la fuerza y la posibilidad de zancadilla, de desvirtuar en la práctica el efecto de las nuevas normas aún residía en el aparato totalitario, cuyos miembros no se hacían el harakiri como los procuradores en Cortes. El aparato represor seguía casi incólume y en 1981 guardias civiles, policías y militares nostálgicos se rebelaron con apariencia de opereta pero con un afán de venganza que nos hubiese dejado en el culo del planeta. A media tarde del 23-F, el director de El Periódico bajó a la entrada para preguntar a los dos grises si llegaban para proteger o para detener. “No lo sabemos – respondieron –, estamos esperando órdenes”. Los culpables del cuartelazo fueron vencidos, juzgados y condenados gracias al modelo constitucional.
La transición era una planta verde y tierna cuando nació y maduró durante la ruptura pactada. No fue modélica, porque la condujeron desde arriba, pero sí mucho más positiva de los que hoy se pontifica y descalifica en Catalunya con brocha gorda. Y si no fue mejor, es porque debíamos regar la planta a diario. Quienes rechazaron el consenso de la transición no pueden dejar de estar involucrados o concernidos, ni tampoco quienes ahora hacen lo imposible por desmarcarse de ella, pero continúan siendo los herederos que no la cuidaron.
(Catalunya alcanzó un nivel de autogobierno envidiado por todas las naciones sinado. Luego se llegó a lo que ya conocemos y se escenifica en un patio. Saquen sus conclusiones).