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Fascistas catalanes: pocos, pero al abrigo de los poderes

Fascistas catalanes durante el 6 de octubre del 1934

Francesc Valls

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La cupletista Mary Focela era aclamada al entonar la canción que acababa con un contundente “lucho como una leona al grito de viva España y es que por mis venas corre sangre de Malasaña”. Era 1919, el año de huelga de La Canadiense, y los protofascistas de la Liga Patriótica Española aplaudían a rabiar una letra con la que trataban de ahuyentar al “separatismo catalán”, la primera tentativa de Estatut de la Mancomunitat.

Barcelona era una ciudad convulsa. La derecha se sentía insegura ante el avance del republicanismo, el anarco-sindicalismo y el nacionalismo catalán, más allá de tonadilleras premonitorias. Ese mismo año nacieron los Sindicatos Libres, mientras crecía el pistolerismo patronal amparado desde el poder. Cuatro años mas tarde, la dictadura de Primo de Rivera –saludada también por la derecha catalanista de Francesc Cambó– fue la respuesta a la ola revolucionaria.

Sin la ayuda del poder, la extrema derecha catalana durante la primera mitad del primer siglo XX apenas hubiera salido de los palcos de los teatros o de Can Ràbia, donde se ubicaba el estadio del Real Club Deportivo Español, su asociación favorita por lo de “real” y “español”. Como una delicada planta, la extrema derecha catalana siempre necesitó de los cuidados del poder político, económico, judicial o militar. Pero siempre fue incapaz de medrar en coyunturas favorables. No supo aprovechar el impulso que supuso la dictadura de 1923-1929 con la creación de la primorriverista Unión Patriótica Española (UPE). Los extremistas de derecha tampoco acertaron a rentabilizar políticamente la suspensión de la autonomía catalana tras los Fets d’Octubre de 1934.

Casi dos años después, cuando estalló la sublevación de julio de 1936, sus efectivos no sobrepasaban en Barcelona los 4.000 militantes y de ellos solo a 1.000 se les podía considerar activistas. La mayoría eran de orientación carlista (más de la mitad), luego estaban los monárquicos alfonsinos y al final Falange Española.

José Fernando Mota Muñoz acaba de publicar una excelente radiografía de ese mundo en el que convivían señoritos monárquicos, falangistas, jueces, militares, policías y reaccionarios en general en ¡Viva Cataluña española! Historia de la extrema derecha en la Barcelona republicana (1931-1936) Publicacions de la Universitat de València, 2020. El autor bucea en la época y recrea los locales de encuentro o reunión: café de la Rambla; Maison Dorée, en la plaza Catalunya; el bar Estudiantil de la plaza Universitat; la Taberna Andaluza de la calle de les Heures; el Celler Bohemi de Conde del Asalto (ahora Nou de la Rambla); o el bar Orozco de la calle Valdonzella.

Pero además del ocio conspirativo, la extrema derecha tenía una clara división social del trabajo. La mano de obra activista la aportaba mayoritariamente el carlismo –dividido y enfrentado pero numéricamente importante– y el dinero los monárquicos alfonsinos, siempre con su elegante corbata verde, frecuentando el café restaurante Mirza, en el Paseo de Gràcia barcelonés.

Hasta la llegada de Falange –que quiso introducir la novedad de la fidelidad militante– la promiscuidad entre partidos reaccionarios estaba a la orden del día. La ideología no era un elemento decisivo, lo que realmente importaba era estar o no dispuesto a la acción. Hay auténticos adalides de esa promiscuidad ideológica que encajaban en todos los mítines. René Llanas de Niubó, destacado antisemita, fue un ejemplo viviente de ese ecumenismo de la extrema derecha.

Monárquicos como José Bertran Güell o Pedro Bosch ya en septiembre de 1931 conspiraban con criptofascistas de la Peña Ibérica a favor de una dictadura militar que permitiera el regreso del rey. Domingo Batet –hijo del general fusilado por Franco– daba cobertura desde su cargo de gerente de Cementos Sansón, en Sant Feliu de Lobregat, a ex militantes de los Sindicatos Libres, miembros de la Peña Ibérica y reaccionarios en general. El poder del dinero siempre estuvo detrás de esas organizaciones patrióticas que no encontraban terreno abonado en la Barcelona revolucionaria.

La falta de apoyo social –hasta que los militares se decidieron a intervenir de forma orgánica en la sublevación de 1936– hizo que el guion de la extrema derecha catalana más que un libreto patriótico fuera un sainete. Los planes de complots fracasados podían contarse por decenas, como el intento de asesinato de Niceto Alcalá Zamora el 6 de abril de 1932. Los extremistas pretendían una carambola: en el entierro de Alcalá Zamora matar a Manuel Azaña. Ni el general Barrera sacó tropas a la calle, ni sirvieron de nada las pistolas oxidadas que había limpiado en su hogar la esposa del periodista Feliciano Baratech Alfaro. Todo quedó en una suerte de cuento de la lechera.

Los Ibéricos eran fuerza de choque en las acciones más aguerridas. Nacieron en 1925 al calor de las gradas del Español, tal como explica en su exhaustiva radiografía Mota. Los tradicionalistas ya habían llegado a crear clubes de fútbol, como el Sport Club Olotí o el Flor de Lis FC de Manresa. Bajo la denominación Grups Esportius Ibèria se ocultaba la fuerza de choque de la Juventud Tradicionalista. Los fundadores de la Peña Iberica –que tenía como objetivo enfrentarse al catalanismo, al republicanismo y al sindicalismo revolucionario– eran amantes de la dialéctica de los puños y las pistolas.

En sus filas figuraban tradicionalistas como Francisco Palau, el fundador de las JONS José María Poblador o el mencionado Domingo Batet. Las peleas y puñetazos en las gradas comenzaron siendo su especialidad, sobre todo cuando el Español se enfrentaba al Barça, su máximo rival, orientado hacia el catalanismo de la Lliga. Su prólogo épico fue el domingo 23 de noviembre de 1924, en el llamado derby de la calderilla.

En ese complejo y minoritario mundo de las extrema derecha catalana, las alianzas eran tan constantes como sus divorcios. La Peña Ibérica, por ejemplo, actuó también como plataforma en Barcelona del Partido Nacionalista Español de José María Albiñana. Falange Española quiso ser la excepción a esta promiscuidad organizativa. José Antonio quería atraer a las masas obreras que estaban encuadradas en las filas de la CNT para llenar así de contenido auténtico su revolución. Para ello precisaba de un discurso que nítidamente se situara al margen o en contra de ese mundo de la derecha de siempre.

El fracaso fue total. Ni los uniformes obreristas de Falange –la camisa azul– ni el discurso antiburgués hicieron mella en los trabajadores catalanes. FE fue siempre residual y el anarcosindicalismo la fuerza hegemónica. Los acontecimientos la superaron y, en julio de 1936, Falange se acabó sumando al golpe militar.

Las tensiones tampoco fueron ajenas a la organización joseantoniana, en la que el propio fundador tuvo que poner orden. El abogado Roberto Bassas y el empresario José Ribas Seva nunca se entendieron con el escritor Luys de Santa Marina en la dirección del partido en Cataluña. Era el eterno debate militante entre acción y reflexión. Incluso el catalán llegó a ser un factor de división, pues Santa Marina les reprochaba –a Bassas y Ribas– que lo hablaran entre ellos.

A pesar de ser una minoría, a la extrema derecha no le faltó el abrigo de jueces y policías. Entre estos últimos figura Juan Segura Nieto militante de extrema derecha, anticatalanista y seguidor del Espanyol que se enfrentó con motivo de una Diada, pistola en mano, a una manifestación que gritaba “Visca Catalunya lliure y Mori Espanya!”.

Segura organizó, siendo funcionario, la sección del Partido Nacionalista Español del doctor Albiñana en Castellón, donde había pedido el traslado desde que la Generalitat con el independentista Miquel Badia al frente se había hecho cargo de la Comisaria de Orden Público. Bajo el mandato del conocido Capità Collons, anarquistas, falangistas y requetés recibían palizas frecuentes en las dependencias policiales. Todo un cambio de tercio en Cataluña, donde no eran pocos los policías que veían con simpatía a los fascistas o, como Segura, hacían sistemáticamente la vista gorda ante la extrema derecha o incluso les facilitaban armas requisadas.

La justicia tampoco era extraña a esta situación de asimetría. Las ayudas a los derechistas eran frecuentes por parte de personajes como José Luis de Prat Lezcano, fiscal del Tribunal de Casación de Cataluña –próximo a la CEDA de Gil Robles, integrista católico y capitán de complemento–, el juez Agustín Altés y su hijo el fiscal Juan Antonio Altés, ambos cotizantes falangistas como el magistrado Manuel Montero Alarcia. El invernadero donde floreció la extrema derecha lo completaban los militares facciosos, muchos monárquicos y otros conservadores en general que manejaban la trama civil de la extrema derecha a su antojo. Hasta que asestaron el golpe final.

De la irrelevancia de la extrema derecha da idea la escasa participación civil –unas 300 personas, según Mota– en el levantamiento militar en Barcelona. De los 532 muertos registrados el 19 de julio en la capital catalana, 47 eran civiles facciosos y de los 1.679 heridos, 50 eran paisanos que se unieron a los militares. Terminada la guerra, el RCD Español –explica Mota– inauguró el 29 de octubre de 1943 un monumento a sus socios caídos “por Dios y por España”. Figuraban 62 nombres entre muertos en el frente y represaliados en la retaguardia, lo que vendría a representar –sostiene el autor– el 10% de la masa social que el club tenía en 1936.

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