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Torra prepara el Govern para una guerra de desgaste con ERC tras su inhabilitación

El president Torra, junto a Aragonès, en una fotografía de archivo

Arturo Puente

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Si algo ha enervado a Quim Torra y su entorno más próximo durante los últimos meses ha sido el goteo constante de casos en los que la Generalitat, a través de la conselleria de Interior, pedía penas de prisión para activistas o manifestantes independentistas. Esa práctica, que es casi automática cuando hay desordenes públicos y, aún más, cuando hay agentes heridos, recordaba al president como un martilleo que su Govern no solo acató la sentencia del procés, sino que fue el que lanzó a los Mossos a la calle para contener a los independentistas que él mismo había alentado a protestar. Y que el conseller de Interior que continúa siendo indisociable de aquel episodio seguía sentándose a su lado en la mesa del Consell Executiu.

El president de la Generalitat ha puesto este jueves punto y final a esa situación cuando ha cesado a Miquel Buch. Junto a él, y para justificar la remodelación del Govern, Torra ha despachado a la consellera de Empresa, Àngels Chacón, y con ella al PDeCAT de su gabinete, pasando de un Ejecutivo de tres partidos, a uno de dos. Finalmente, una vez con la puerta abierta, Torra ha optado por dejar fuera también a la titular de Cultura, Mariàngela Vilallonga, con quien había mantenido diferencias.

El relevo ejecutado este jueves tiene dos efectos. El primero es enviar un mensaje inequívoco de que descarta convocar elecciones antes de su inhabilitación en el Supremo, pese a que él mismo lo había meditado durante todo el verano y a que esa sería la única forma de hacerlas antes del final de año. Torra ha optado, en cambio, por cumplir con los deseos de Carles Puigdemont y alargar la legislatura más allá de su inmolación judicial, unos meses en los que no habrá president al cargo y en los que será ERC quien deberá ponerse al frente del Ejecutivo aunque sin disponer de todas las herramientas legales de una presidencia real.

El segundo efecto que persigue la remodelación del Govern es consecuencia de lo anterior. Si el plan es que Junts y ERC pasen meses de confrontación en un escenario de altísima inestabilidad institucional y entre reproches por la posición de cada uno en el eje nacional, nada refuerza más a los posconvergentes que “depurar” sus filas de cualquier persona que pueda generar dudas sobre su compromiso con la vía de la unilateralidad. Ese es, sin ir más lejos, el propósito de Puigdemont con su escisión de Junts y su sonora salida del PDeCAT, y ese plan debía ser culminado con la salida de la consellera de aquel partido y el del conseller del Interior cuya dimisión se pide invariablemente en cada concentración independentista.

Pese a las fuertes interferencias que se han producido en la comunicación entre Barcelona y Waterloo, finalmente Torra y Puigdemont han acabado siendo capaces de coreografiar una ruptura interna tanto al nivel del partido como en el Govern, que busca poner distancia con todo lo que huela a Convergència y, en general, con todo aquello que hace arrugar la nariz al elector independentista.

Una vez consumada la puesta a punto de partido y de gobierno, Junts puede presentarse ahora como una maquinaria electoral engrasada, con un mensaje compacto sobre la independencia y sin flancos débiles, capaz de resistir una guerra de desgaste de varios meses contra ERC. Todo aquello que era susceptible de ser utilizado como artillería enemiga, sean peticiones de prisión contra activistas o sean las visiones descafeinadas del PDeCAT sobre la secesión, ha quedado convenientemente apartado.

Mientras, la previsión es que los tribunales sean implacables y aparten a Torra, lo que de rebote hará que ERC y, en concreto, Pere Aragonès, quede a los mandos del Govern. Eso obligará al candidato a pasar varios meses bajo la acusación de haber sido colocado en esa posición por el Supremo y gracias al agravio judicial a sus socios. ¿Cuánto durará la guerra de trincheras? Depende de varios factores pero, según la ley, entre la inhabilitación de un president y unas nuevas elecciones que se convoquen automáticamente por no encontrar sustituto deben pasar, como mínimo, cuatro meses. Al menos 124 días en los que, por ley, no podrá haber cambios de consellers, cuestiones de confianza ni disolución anticipada de la Cámara, ni tampoco un president de la Generalitat oficial.

Torra podía haber evitado esta situación, que vuelve a poner las instituciones catalanas en una tesitura inédita, convocando durante el verano unas elecciones que se celebraran en el mes de octubre. Este fue uno de los escenarios que el president y los suyos tantearon, en parte para evitar el vacío institucional pero también por las previsiones epidemiológicas. Sin embargo su equipo jurídico está convencido de que su causa será más fácil de defender en Europa si acude como un político forzado a apartarse de la administración, en plena pandemia y por colocar una pancarta en el balcón, que si lo hace como un presidente que ya estaba marchándose cuando le expulsaron.

Por este motivo la inhabilitación, que no es segura pero sí más que probable, cogerá al president en el cargo y con la maleta sin hacer, pero no sin tener bien afiladas las armas para la nueva batalla en el campo independentista, aunque no sea él quien las empuñe. A principios de octubre culmina la enésima refundación del partido de Carles Puigdemont y entonces todo estará listo para hacer borrón y cuenta nueva con tres años que, por lo que respecta a la independencia, no han movido a Catalunya ni un milímetro de donde estaba.

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