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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Encaramados al guindo

Fotografia de Burak Şenbak.

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Hay un ruido de fondo que se ha hecho imperceptible por cotidiano. Es el «¡crac! - ¡pum! - ¡ay!» constante y reiterado de los que se caen del guindo. A todas horas hay alguno que se está pegando el morrazo. Y el fenómeno se multiplica porque, quien cae, se suele caer muchas veces. Cae, y pese a la evidencia de que el guindo es de ramas frágiles que se rompen en el momento más inesperado, pese a que ya ha comprobado que las guindas están ácidas o agusanadas, en cuanto consigue levantarse vuelve a trepar, a ser posible a una rama más alta. Y uno sospecha que todo eso viene por la maldita manía que tiene la gente de ser feliz a toda costa. Cuesta entender que la felicidad es una propina que la vida te da —o no— en el momento más inesperado y sin que medie ninguna condición, no algo que se puede fabricar a voluntad mediante una fórmula precisa, por infalible que parezca. A no ser que nos conformemos con un sucedáneo, que es esa felicidad aparente a la que se llega mediante el engaño. Si estás dispuesto a creerte tus propias ficciones y a buscar las que crecen en lo alto de los guindos, puedes experimentar algo parecido a la felicidad. Pero luego no te quejes si te pegas un batacazo.

Las almas de cántaro están últimamente que no dan crédito. Hay quien descubre ahora, con infinito asombro, que Felipe González es un monumental reaccionario. Asombro que muda en descarado cinismo cuando mentes preclaras como Iñaki Gabilondo se escandalizan porque, según acaban de descubrir también, válgame dios, el rey emérito es un jeta y un trincón, como su amigo Jordi, otro que tiene desolados a un buen puñado de fans que, sin embargo, han vuelto a subirse al guindo sin pensárselo dos veces y allí están, agarrados a la rama en pos de la dicha. Otros, decepcionados súbitamente con la Europa de los mercaderes se adentran en terreno desconocido, ese que pertenecía a la izquierda clásica, ahora llamada «radical», y se sorprenden de que a Julio Anguita, nada más diñarla, la historia lo haya convertido en un visionario. ¿Cómo puede ser que nos riéramos como hienas cuando aquellos bufones de Las noticias del guiñol, de Canal+ destrozaban metódicamente su imagen para hacer frente a lo que el PSOE llamaba «la pinza»?, ¿cómo no vimos la jugada?

Nos sorprendemos ante lo que siempre ha estado ante nuestros ojos, ante lo palmario, lo lógico, lo predecible. Nos escandalizamos porque la policía arrea con la porra, porque hay pederastia entre el clero, porque las élites financieras son insaciables o porque el poder corrompe. Exactamente como hacen los presentadores de los noticiarios, que ponen ojos como platos cuando descubren que en verano hace calor y en invierno a veces nieva. ¿Pero cómo? ¿No es eso lo que cabía esperar? ¿Qué hay de raro? ¿Dónde está la anomalía?

Pero bueno, más vale tarde que nunca. El problema es que, según hacia dónde miramos, nuestra vista vuelve a empeorar. Sobre todo, si nuestros ojos tropiezan con embelecos especialmente atractivos o con escaso kilometraje. Nunca las fantasías revolucionarias en circulación han inquietado tan poco al establishment. No solo se la soplan, sino que diríase que lo refuerzan. Véase, si no, la facilidad con que los discursos emancipatorios son asimilados por los estamentos más conservadores. Bueno, no se vea si no se quiere, pero que alguien pare el carro y nos explique quién es exactamente el sujeto de tales fantasías, que diga claramente hacia qué paraísos conducen y, sobre todo, cuál es la estrategia, porque algunos obtusos todavía no lo tenemos claro.

Entonces puede que sean capaces de crear algún tipo de inquietud entre esas élites a las que hace tiempo que nadie toca un pelo. Aunque, para eso, a lo mejor nos vemos obligados a replantear la ecuación. Porque ahora mismo, excepto cuatro besugos montaraces que se prestan a hacer de diana facilona, hay pocos que se sientan intranquilos ante los estandartes de una izquierda fragmentada en un millón de frentes. Incluso el republicanismo va calando en sectores profundamente reaccionarios porque saben que la monarquía, eje de la Transición, comienza a estar amortizada. A buenas horas, mangas verdes. Eso era revolucionario en 1978, no ahora. Pero, entonces, una izquierda posibilista renunció a la tricolor y abrazó la monarquía haciendo piña con la derecha. Como ahora, que haciéndose los longuis están preparando entre todos el nuevo escenario, que puede que sea republicano o puede que no, pero si la cuestión se admite a debate, hay que sospechar que posiblemente no sea tan decisiva como parece.

Hablando de debates, se ha convertido en un tópico la queja de que el intercambio sereno de ideas ha desaparecido de los medios, especialmente de la televisión, aunque no solo ahí. Todos se lamentan de que ahora, en los mass media, solo se oyen gritos, monólogos superpuestos en los que ha desaparecido todo rastro de cortesía y cualquier posibilidad de hilar mínimamente bien un razonamiento. Pero siempre se olvidan de señalar que los que acabaron con La Clave fueron aquellos con los que seguramente todavía se identifican, y que son ellos los que, ahora mismo, con su intransigencia, imposibilitarían que se dieran debates de este tipo en el caso improbable de que a alguien se le ocurriera reimplantar el diálogo en lo que ahora mismo no es sino un diálogo de besugos. Quienes en aquella época renunciaron al materialismo dialéctico, ahora están renunciando a la dialéctica sin más. Lo que puede llevar de la ceguera a la iluminación súbita, que a veces es la de una bomba cuando explota.

Porque, atiborrada como va de wishful thinking, es decir, pensamiento desiderativo, la izquierda, lo que ahora ocupa ese lugar en el espectro político, tiene cada vez más mermadas sus capacidades adivinatorias. En su momento no vio venir a Trump (ni posiblemente lo esté viendo venir de nuevo, pero dios me libre de ejercer de nigromante), no vio venir el Brexit, ni tampoco el crecimiento de Vox. Encastillados en sus convicciones y en lo que algunos llaman superioridad moral pero que tal vez sea pánico escénico, temor de que quede al descubierto su repertorio de sesgos cognitivos y el empobrecimiento de su discurso, no quieren escuchar, no quieren argumentar, rehúyen la controversia e incluso la exposición sistematizada de su ideario.

La izquierda renuncia a buscar «el núcleo racional» de la realidad, quién te ha visto y quién te ve. Y mientras, las redes sociales —y los medios de comunicación irremediablemente amalgamados con ellas— actuando como una malla de guetos escindidos que posibilita la propagación de sentimientos —los sentimientos que conviene propagar en cada momento—, pero impide la del pensamiento articulado. Para la transmisión de sentimientos solo hacen falta los contactos bruscos y puntuales que propicia la actualidad; para la del pensamiento, unos canales permanentemente abiertos, fluidos e interconectados que están dejando de existir. Así es como quedan relegados a un segundo plano conflictos en el ámbito económico, laboral y social, que son los que, en los momentos críticos, determinan las decisiones de los ciudadanos. Y es sobre esos conflictos de fondo, mal atendidos, desatendidos o ignorados, sobre los que ciertos energúmenos están construyendo su particular máquina de guerra demagógica, que puede dinamitar no ya el modelo de convivencia actual, sino cualquier alternativa medianamente aceptable.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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