Sobre la huerta de Alboraia —lo que queda de ella— pende la amenaza de diversas obras promovidas por el gobierno central, con la aquiescencia o la abierta complicidad del gobierno autonómico, que amenazan con acabar definitivamente con ese espacio tan glorificado como maltratado y estragado. La ampliación de una autovía, la reforma de una carretera comarcal, la prolongación de otra de cuatro carriles en el linde del término, el acceso norte al puerto, el trazado del AVE, el corredor mediterráneo —ese tótem mediático que nadie parece atreverse a poner en cuestión— y otras iniciativas que esperan en un cajón el momento de ser reactivadas (aunque fue conjurada en su día, la amenaza del temible tercer cinturón de ronda sigue activa), están a punto de dejar el término —y a toda la comarca—, como un eccehomo a punto para la crucifixión. Nadie puede dejar de ver que toda esa maraña de infraestructuras troceará el territorio, convertirá los espacios entre las intersecciones en escombreras y tendrá un efecto multiplicador sobre una serie de actividades especulativas que no son, precisamente, las que han dado a la Huerta de Valencia su configuración histórica. Y a nadie, sea apocalíptico o integrado, se le escapa que ese golpe será ya el definitivo, el que la mandará al ámbito de las leyendas susceptibles de ser glosadas en unos juegos florales y nada más.
Así las cosas, nos enteramos de que el ayuntamiento de Alboraia, con los votos del PP y del PSPV-PSOE, quien lo habría dicho, está a punto de aprobar, justo ahora, un plan urbanístico que prevé la ocupación de prácticamente toda la huerta del término que no haya quedado bajo la protección expresa de la controvertida ley de la Huerta. Los detalles de dicho plan municipal están en la prensa, pero no precisamente en primera plana ni en todos los medios, así que los resumo brevemente: ampliación de un polígono industrial y de un ecoparque, traslado de dos colegios públicos, cuya actual ubicación pasará a ser residencial, ampliación de los núcleos urbanos de la Patacona y Saplaya, y traslado de un hipermercado a no se sabe dónde. En total, más de doscientos cincuenta mil metros cuadrados de huerta sellados con cemento, y casi tres mil viviendas más que harán de señuelo para siete mil nuevos habitantes. Solo hace falta echar un vistazo a algunos indicadores actuales (descenso de la natalidad, descenso del nivel adquisitivo, crisis económica estructural…) para ver el ánimo recaudatorio que anima a este plan.
En estas estamos cuando, entrevistada por La Vanguardia, la concejala de urbanismo de dicho municipio dice que «Alboraia siempre ha crecido sobre su huerta».
No es así, señora concejala. Alboraia no ha crecido nunca sobre su huerta, Alboraia ha sido y todavía es la huerta misma. Hasta hace bien poco, la mayoría de la población vivía esparcida en las alquerías, que precisamente ahora están volviendo a ser habitadas, y lo que usted confunde con Alboraia tan solo era el lugar donde se concentraban ciertos servicios y residía una menestralía que suministraba a su entorno algunas de las cosas que necesitaba para desenvolverse, cosa que hacía según sus propias normas y necesidades, que eran muy específicas. Ciertamente y por desgracia, ahora es también una ciudad dormitorio que cotiza al alza, pero creer que entre el núcleo urbano y el territorio que se gestiona desde allí hay una relación de subordinación denota, en el mejor de los casos, una preocupante dificultad para entender la naturaleza de lo que se lleva entre manos, y en el peor, ir de muy mala idea. Si algo o alguien cree que puede crecer sobre la huerta, es que se reconoce como un cuerpo extraño a ella, como un ente parásito con derecho a ocuparla y a fagocitarla. Y solo en la comarca de la Huerta Norte hay más de veinte inquilinos de esta especie, empezando por la propia capital, que es pionera en tratar a su área periurbana con notable prepotencia, un vicio que no ha dejado nunca de perfeccionar (según el parecer de algunos, hay aspectos de la ley de la Huerta que constituyen una buena muestra de ello). En total son más de veinte ayuntamientos siempre a punto de caer en la tentación de tratar a cada uno de sus términos municipales como a una unidad de negocio a la que sacar rentabilidad por cualquier medio y con cualquier excusa.
La autonomía local no puede ser eso. La Huerta es un todo interrelacionado que necesita recuperar unos criterios de gestión unificados como los que, en otras épocas, se implementaban en ese territorio de forma natural y coherente con sus necesidades específicas. Todo el trajín que podemos observar en cualquier instantánea tomada aquí con anterioridad a los años sesenta lo generaban sus habitantes desenvolviéndose dentro de un sistema productivo autorregulado, desarrollando unas actividades que rara vez requerían desplazarse más allá de unos pocos quilómetros. Todo el que se movía dentro de este territorio lo hacía en virtud de una tarea relacionada con su subsistencia, que además aseguraba la soberanía alimentaria del conjunto, también de los núcleos urbanos. Hasta mediados del siglo pasado, las infraestructuras eran exactamente las que la comarca necesitaba, las que su actividad demandaba y ni una más. Y no son pocas. No hay más que fijarse en esa miríada de pequeños caminos y servidumbres que transcurren entre las parcelas. Lo hacen sobre suelo privado, pese a algunos intentos de apropiación, y son fruto de acuerdos entre vecinos para darse acceso unos a otros, sin que los ayuntamientos correspondientes hayan tenido arte ni parte en su configuración. La Huerta, que ahora muchos ven como simple lugar de paso, de recreo, o como codiciado Lebensraum, era y sigue siendo un complejo ecosistema humano que ha evolucionado según una dinámica eminentemente local durante muchos años, quizá demasiados, porque ese es uno de los factores que lo dejaron indefenso cuando se le vino encima la pseudoindustrialización del desarrollismo franquista y sufrió los primeros embates de la especulación inmobiliaria, precisamente los factores que hicieron emerger, en la partida del Miracle de Alboraia, que era un pedazo de tierra especialmente fértil, contra toda lógica, el caótico polígono que el gobierno municipal quiere ampliar ahora, justo cuando el peso de la actividad industrial ha descendido y en toda la comarca hay otros treinta polígonos que están siendo infrautilizados.
Lo que la Huerta ha sufrido a lo largo del último medio siglo no difiere sustancialmente de lo sucedido en determinadas áreas del planeta en las que se aplicó la llamada Teoría de la modernización, que exigía relegar la agricultura y debilitar las estructuras sociales existentes en virtud de una idea de progreso eminentemente depredadora, con el fin de facilitar la penetración del mercado capitalista. Resumiéndolo mucho, un proceso que convirtió a los miembros de la sociedad tradicional aquí asentada en indígenas colonizados que se veían abocados de repente a una disyuntiva: o apuntarse activamente al desguace de su modo de vida ancestral, o languidecer lentamente hasta desaparecer. Un fenómeno que tiene su correlato inverso en la progresiva despoblación de la España interior. Además de eso, ahora la Huerta está sufriendo las nefastas consecuencias de la concentración de la demanda por parte de las grandes cadenas de distribución alimentaria, capitaneadas por unos nuevos héroes empresariales que se apoyan en la agricultura industrial y una logística de ámbito planetario. Así es como hemos llegado a considerar la Huerta un simple pedazo de tierra sobre el que crecer, nadie sabe muy bien para qué, excepto los que buscan réditos a corto plazo y casi siempre al socaire de oportunidades coyunturales. Antes fue la industrialización y el pelotazo urbanístico, ahora la dinámica de dispersión de la ciudad de Valencia, la gentrificación y el intento de aprovechar un aluvión turístico que nadie sabe cuánto durará ni qué impacto acabará teniendo.
El drama de la Huerta de Valencia reside precisamente en el hecho de que no ha habido un proceso de transformación de carácter endógeno, sino que ha sufrido en todos sus ámbitos una sustitución sobrevenida, impuesta por fuerzas ajenas a su propia dinámica interna ante las que, por sus propias características, se ha visto indefensa. Pero a pesar de eso, buena parte de este ecosistema ha resistido y todavía resiste, aunque todo indica que por poco tiempo. No se trata de recuperar paraísos perdidos, nadie ha encontrado todavía la fórmula y quel che è fatto è fatto. Pero hemos de decidir si acabamos de rematar este complejo espacio cargado de valores históricos, culturales, económicos y sociales —también paisajísticos, pero ese concepto lo carga el diablo— mientras practicamos un cómodo e hipócrita conservacionismo folclorista, o nos atrevemos a revertir unos procesos suicidas y gestionamos lo que queda de manera pragmática pero sin comprometer su supervivencia y la nuestra, que va implícita en ella. Si optamos por la segunda opción, nada resulta tan urgente como detener a los que pretenden añadir a los estragos de aquel desarrollismo caótico y chapucero de la última mitad del siglo XX, los de una globalización económica que hace ya tiempo que empezó a mostrar, de manera obscena, sus aspectos más siniestros.
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