Okupas de Estado
La revista Triunfo publicó en 1976, cuando Manuel Fraga era ministro de la Gobernación y vicepresidente del Gobierno de Carlos Arias Navarro, una conversación telefónica apócrifa entre él y el entonces dirigente del PCE Ramón Tamames. “¡Me informan de que habéis convocado una manifestación para esta tarde!”, dice Fraga. “Así es”, le responde Tamames. “¡Pues desconvócala ahora mismo!”. “¡Hombre, Manolo! Eso no depende sólo de mí. Y aunque dependiese, no lo haría”. “¡Pues te advierto, Ramón, que la calle es mía!”.
Hoy lo llamaríamos fake. Pero aquella expresión de “la calle es mía”, surgida de un bulo periodístico conscientemente elaborado, tuvo mucho éxito para caracterizar el talante airado y autoritario de quien entonces se veía destinado a acabar presidiendo el Gobierno de España, un ministro franquista hiperactivo que maniobraba para impedir la legalización del Partido Comunista hasta el punto de que intentó persuadir al líder del PSOE, Felipe González, de que le convenía integrarse en un sistema del que quedaran excluidos los comunistas. Parece que alegaba, entre otras cosas, que si Dolores Ibárruri, La Pasionaria, o el propio Santiago Carrillo volvían a España no tendría policías suficientes para evitar que los mataran.
Pese a la impetuosa apropiación del Estado a la que estaba acostumbrado, no fue aquel tantas veces ministro de la dictadura sino un joven cachorro del régimen, Adolfo Suárez, el elegido por el rey para suceder a Arias Navarro y comandar la transición a la democracia, legalización del PCE incluida. El partido que entonces creó Fraga, Alianza Popular, nunca lograría llevarlo a la Moncloa (se replegó en Galicia como un viejo guerrero caído en desgracia), aunque sus herederos sí que conseguirían, tras la refundación en 1989 como Partido Popular, poner al frente del Gobierno a José María Aznar, en el cambio de siglo, y a Mariano Rajoy, en la segunda década de la nueva centuria. Y ese partido, de hecho, ha mantenido viva la vieja idiosincrasia de la derecha española -fraguista, franquista, conservadora y supuestamente liberal- que considera a la izquierda, en general, y a los “comunistas” y nacionalistas periféricos, en particular, okupas de unas instituciones y espacios del poder que les tendrían que estar vetados.
Solo desde una mentalidad que considera ocupantes espurios a quienes eventualmente otorgan las urnas capacidad para conformar mayorías en ciertos ámbitos del Estado se puede acusar de ilegítimo al Gobierno de Pedro Sánchez y explicar el bloqueo injustificable del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional llevado por las derechas españolas al extremo de vulnerar la autonomía parlamentaria y supeditarla a la vigilancia preventiva del Alto Tribunal, en una maniobra que carece de precedentes. Nos muestra la historia reciente que, cada vez que los socialistas han tenido la mayoría, el viejo prejuicio derechista se ha convertido en una estrategia de dilación, una resistencia a ceder los órganos de gobierno de los jueces, pero con la conformación del primer Gobierno de coalición de esta etapa democrática, integrado por el PSOE y Unidas Podemos y apoyado desde el Congreso de los Diputados por otras formaciones políticas de la España plural, se ha exacerbado esa intolerancia hasta adoptar la forma de un boicot.
Marta Ferrusola, la esposa de Jordi Pujol, expresó como nadie ese tipo sentimiento cuando Pasqual Maragall, al frente de un ejecutivo del PSC, Esquerra Republicana e Iniciativa per Catalunya, llegó en 2003 al Palau de la Generalitat tras más de 20 años de gobiernos de Convergència i Unió, y se lamentó: “És com si ens haguessin entrat a robar a casa”. Buena parte del desastre que ha causado en Catalunya el desafortunado procés independentista tiene que ver con esa concepción confiscatoria de la derecha catalanista, de la misma manera que la autodestrucción del Tribunal Constitucional a la que asistimos estos días tiene que ver con el secuestro de ciertas instituciones por parte de la derecha española.
Con su trasfondo oligárquico (las normas de cumplimiento general no afectan a unas determinadas élites), la falta de escrúpulos en la gestión propicia la corrupción y socava la credibilidad de la política, mientras que la falta de respeto a las reglas del juego resquebraja la democracia. En este 2022 que ya se acaba se ha cumplido un siglo del nacimiento de Manuel Fraga Iribarne (murió en 2012) sin que el centenario haya suscitado prácticamente interés alguno entre sus herederos políticos. Es otro atributo de la derecha española ese discreto camuflaje de desapego para que no resulte fácil apreciar las continuidades, entre Fraga y Feijóo por ejemplo, de una ideología que en cierto momento renunció, velis nolis, a asumir grandes y brutales ocupaciones, como la del general Franco durante 40 años, pero ahora mismo jalea a algunos de los suyos convertidos en intrépidos squatters de un poder del Estado.
10