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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

Las damnificadas de la “guerra contra las drogas”

Estíbaliz de Miguel Calvo

El pasado mes de septiembre la Comisión Global de Política de Drogas de Naciones Unidas publicó un informe donde se propone abrir el debate acerca de la política internacional de control de drogas, en vista de que las políticas punitivas se han confirmado fracasadas. Así de claro y rotundo. En el documento “Asumiendo el Control: Caminos hacia Políticas Eficaces contra las Drogas”, personalidades tan relevantes del mundo de la política y la cultura internacional como Kofi Annan, Henrique Cardoso o Mario Vargas Llosa hacen un llamamiento para finalizar con la criminalización y el encarcelamiento de personas usuarias de drogas, en vista de que los esfuerzos llevados a cabo hasta el momento, además de ser ineficaces han provocado males mayores (“más violencia, el aumento de la población carcelaria y la erosión de los gobiernos alrededor del mundo”).

Este informe constituye la antesala de la reunión especial de Naciones Unidas sobre drogas (UNGASS) que tendrá lugar en 2016 y que pretende configurar la hoja de ruta en el debate alrededor de varios ejes temáticos, entre los que se encuentran la necesaria reorientación de las políticas y recursos desde un marco punitivo hacia la priorización de la salud de las personas y comunidades. Sugiere también acometer experiencias de regulación de drogas actualmente ilícitas como el cannabis, la hoja de coca y ciertas sustancias psicoactivas nuevas. El debate es necesario y estamos ante una oportunidad histórica para que, tanto Estados como sociedad civil, debatan sobre esta cuestión.

Para ello, no se debe olvidar que las principales damnificadas de estas fracasadas y perjudiciales políticas de “guerra contra las drogas” han sido las mujeres. En los países productores de droga como Colombia, Perú o Bolivia, así como en Centroamérica, principal territorio de tránsito de cocaína, heroína y marihuana hacia Estados Unidos, se ha producido un considerable aumento de la violencia. Los cuerpos asesinados, violados y descuartizados de las mujeres son el principal vehículo en la pugna por el control de los territorios y los medios de tráfico por parte de las redes organizadas, mientras que los gobiernos actúan con impunidad y complicidad ante ello. Buen ejemplo y ampliamente conocidos son los feminicidios acaecidos en Ciudad Juárez.

Las consecuencias de la lucha contra las drogas para las mujeres se palpan también a este lado del Atlántico, concretamente en las prisiones, espacios donde el fracaso de las políticas antidroga tiene importantes consecuencias para las mujeres, tanto para las que han traficado con drogas en sus eslabones más bajos de la cadena, como para las consumidoras de sustancias estupefacientes inmersas en circuitos de pequeña criminalidad. La droga explica la criminalidad de las mujeres en mucha mayor medida que en el caso de los hombres, quienes cuentan con perfiles más diversos. No en vano la mitad de las mujeres en prisión lo están por delitos “contra la salud pública”; la mayoría de ellas extranjeras latinoamericanas que han ejercido de mulas desde sus países de origen en la ingenua búsqueda de una vida mejor a través unos ingresos supuestamente fáciles.

A la hora de tomar esa decisión pueden ser víctimas directas de un cartel de droga altamente masculinizado que las engaña o usa como chivo expiatorio. Pero también padecen de manera indirecta, pero no por ello menos clara, una política de criminalización de las drogas que no llega a acabar con los grandes circuitos del tráfico y que, sin embargo, encarcela y penaliza en exceso a los eslabones más bajos, altamente feminizados. Basta recordar que la pena máxima para los delitos de tráfico es de 6 años de cárcel, que pueden elevarse hasta 12 años si se le añade el agravante de pertenencia a organización delictiva. Ésta es una de las razones principales de que Estado español tenga la tasa de encarcelamiento femenino más alta de la Unión Europea, sólo superada por Reino Unido y países del Este.

La figura de la “mula” como mujer extranjera transportista de droga se ha hecho presente en el imaginario colectivo gracias al papel de los medios de comunicación. Esta imagen de la mujer víctima del cartel se ha usado de manera paradójica para criminalizar a estas mujeres, para identificarlas selectivamente en los aeropuertos y perseguirlas con contundencia. A menudo se obvia el hecho de que el cartel sólo existe en la medida en que la producción, el tráfico y el consumo de drogas están prohibidos. Las políticas antidroga crean las condiciones de posibilidad del cartel y aumentan su poder en la medida en que recrudecen la persecución. En este panorama, las “mulas” son los chivos expiatorios de unas políticas antidroga diseñadas desde Estados Unidos y Europa que resultan etnocéntricas e hipócritas al criminalizar a los países productores mientras demandan droga para su propio consumo, tal y como pusieron de manifiesto las autoras del pionero trabajo de investigación “Rastreando lo invisible: Mujeres inmigrantes en las cárceles” (Ribas, Almeda y Bodelón, Ed. Anthropos, 2005).

Por otra parte, en las prisiones abundan las personas consumidoras de drogas. Pero no cualquier tipo de consumo, sino aquel que ha sido estigmatizado y criminalizado. Los estratos socioeconómicos más bajos son más a menudo visibilizados e identificados bajo la etiqueta de “consumo problemático” o “drogodependencia”. A pesar de que los consumos están menos extendidos en el caso de las mujeres encarceladas que en el de los hombres, así como su frecuencia y el uso de vía inyectada, las prevalencias siguen siendo muy elevadas. La proporción de mujeres presas que ha consumido heroína alguna vez en su vida llega a ser 163 veces mayor que entre la población general de mujeres residentes en el Estado.

En lo que respecta a los tratamientos de abandono de drogas, se constata que el estigma que se asigna a las mujeres consumidoras es un gran impedimento para que pidan asistencia. El uso de sustancias estupefacientes permanece oculto y, para cuando sale a la luz, el deterioro es mucho mayor que en el caso de los hombres. Al mismo tiempo, los programas terapéuticos aún tienen importantes carencias de un enfoque de género, ya que obvian el peso de esta “identidad deteriorada”, así como el hecho de que muchas mujeres que se acercan a los servicios de tratamiento son madres y/o han padecido episodios de violencia de género, un factor que puede haber funcionado como precipitante o como agravante del consumo de drogas. Si no se tienen en cuenta la maternidad y la experiencia de violencia, el proceso de deshabituación tiene muchas posibilidades de fracasar.

Estamos, por tanto, ante una oportunidad de lujo para plantear la reorientación de las políticas contra las drogas, para denunciar que hasta el momento las medidas punitivas han creado más problemas que soluciones y para reivindicar la introducción de la perspectiva de género que no deje a la mitad de la población fuera del foco del debate.

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Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

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