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Dorothea Tanning, la pintora surrealista que se negó a planchar el mantel de su casa

'Birthday', Dorothea Tanning/ Cedidas por Museo Reina Sofía

Mónica Zas Marcos

La expresión “llegar a mesa puesta” tiene un sentido de servidumbre que la mayoría de las veces se relaciona con el machismo en los hogares. El hombre se encuentra el guiso caliente en el puchero, el pan en la cesta, la vajilla colocada y el mantel pulcro y perfectamente planchado por su mujer cuando llega de trabajar. Pero, ¿qué pasaría si ella lo presentase un día arrugado y lleno de pliegues?

En la pintura de Dorothea Tanning (Illinois, 1910), el hule y el mantel es un elemento recurrente que simboliza algo más que un simple cobertor. Es un guiño al ángel del hogar, a la mujer que no podía eludir sus labores caseras y recibía una vía de escape en sus cuadros a través de algo tan inocente como un mantel mal planchado.

Se puede ver en Algunas rosas y sus fantasmas (1952), La trucha hervida (1952) o en Retrato de familia (1954), cuatro de las obras incluidas en la exposición Detrás de la puerta, invisible, otra puerta que el Museo Reina Sofía dedica a la figura de la artista estadounidense hasta el 7 de enero de 2019. Después de pasar por Madrid, Dorothea Tanning llegará en primavera a la Tate Modern de Londres.

“Vemos la importancia que tienen ciertos interiores, la importancia de una crítica a las nociones básicas de la sociedad burguesa, como la familia patriarcal, y cómo ella los cuestiona sobre todo a partir de los años 50 en unas pinturas con unos manteles que son rectilíneos y nos remiten a la cuadrícula, a lo ordenado. En definitiva, a lo que ella está tratando de cambiar”, ha explicado ante los medios el director general del museo, Manuel Borja Villel.

Tanning fue una de las figuras más importantes del movimiento surrealista, aunque nunca concibió el concepto de mujer artista: “No existe nada ni nadie que se pueda definir así. Es una contradicción tan evidente como la de hombre artista o elefante artista”. Aún así, fue una de las pocas mujeres que atravesó el lienzo de los pintores surrealistas y consiguió hacerse un nombre junto a sus compañeros más allá de la incómoda figura de la musa.

No se limitó a la pintura, ya que dejó su impronta en la escultura, la poesía, el cine, el diseño de vestuario y la escenografía teatral. Quizá por eso tampoco se sentía a gusto con la descripción hermética de artista surrealista.

En el año 2002, cuando Dorothea tenía 92 años (murió con 102), le preguntaron qué opinaba al respecto de esta etiqueta: “Es como si lo llevara tatuado: 'D ama a S'. Aún creo en la idea surrealista de que hay que esforzarse por sondear las profundidades de nuestro subconsciente para descubrir quiénes somos. Pero, por favor, no digan que soy una abanderada del surrealismo”.

No es extraño que ella y otras artistas relacionadas con el movimiento renegasen en cierto punto de él. El surrealismo defendía la libertad expresiva y sexual, pero según las pocas mujeres que lo conformaban, también malinterpretaba el cuerpo femenino como si fuese un mero objeto de fetiche.

Así, la americana Lee Miller lo subvertió presentando una glándula mamaria en un plato sobre un mantel (de nuevo) impoluto, la bella Bridget Tichenor se deshizo de su famosa cabellera rubia en un autorretrato lleno de cabezas calvas, y Tanning pintó su Mujer artista, posando desnuda (1985-87) como una Venus devorada por su propia voluptuosidad.

“Aunque [los varones] apoyaban la igualdad y su opción artística, siempre verían más musas que creadoras. Defendían la igualdad de sexo, sí, pero en la práctica las mujeres no tendrían las mismas oportunidades que sus compañeros, quedando casi siempre silenciadas”, ha dicho el consejero de Cultura de la Comunidad de Madrid, Jaime de los Santos. En el caso de Tanning, además, tuvo que zafarse de la sombra de su marido, el maestro alemán del surrealismo Max Ernst.

La partida junto a Max Ernst

Dorothea Tanning descubrió la “ilimitada extensión de posibilidad” del surrealismo en la exposición Fantastic Art Dada Surrealism del MoMa de Nueva York en 1936. Intentó viajar a París para imbuirse de sus principales exponentes, pero la Segunda Guerra Mundial le obligó a regresar a EEUU, donde colaboró como ilustradora para diversos grandes almacenes como el famoso Macy's. En estos años pintó su poderoso Cumpleaños (1942), un autorretrato que cambiaría su futuro para siempre.

Fue Max Ernst, por entonces uno de los pintores más cotizados del mundo, quien lo descubrió en su taller y la eligió para la mítica exposición de Peggy Guggenheim 31 mujeres, donde compartió cartel en 1943 junto a pioneras como Leonora Carrington o Frida Kahlo.

Tres años después se casó en Hollywood con Ernst, un matrimonio enriquecedor y en ocasiones tormentoso que relató tanto en sus escritos como en su pintura. El ajedrez fue el juego de habilidad que ambos eligieron para mandarse mensajes a través de sus cuadros. La muestra del Reina Sofía dedica una sala a esta temática en la que destaca Fin del juego (1944), donde un zapato de satén blanco destruye a un obispo simbolizado con un alfil y, por extensión, a la Iglesia y a sus códigos morales.

Las obras que se presentan datan desde 1930 hasta 1997, quizá los setenta años más convulsos de la historia de nuestro mundo. En esos momentos de huida hacia lugares seguros, la puerta se convirtió en uno de los elementos preferidos de Tanning. En un principio se trataba de un portal de acceso a un País de las Maravillas de sueños y de metamorfosis, fruto de la pasión de la artista por el cuento de Lewis Carroll.

Con la madurez, la puerta pasó también a simbolizar una cueva demoníaca y más tarde un símbolo erótico por su capacidad de aislar el espacio privado del público y controlarlo. A diferencia de otros como Marcel Duchamp, Tanning da prioridad en estas obras a las figuras femeninas “que siembran el caos en los espacios en los que se encuentran y sus extremidades se retuercen para desafiar la mirada del voyeur en lugar de complacerla”, como ha explicado la comisaria Alyce Mahon sobre Hotel du Pavot o Door 84.

Hoy en día, las puertas de Dorothea Tanning podrían ser una invitación a merodear con libertad, a dejar pasar a las artistas que fueron recibidas con desprecio durante toda su carrera y que por fin ahora ventilan de par en par el machismo de aquella sociedad patriarcal.

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