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La ceremonia de consagración de Ojete Calor

Ojete Calor en el WiZink Center luciendo en pantalla una de sus múltilpes referencias

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El camerino del Palacio de Deportes Wizink Center todavía olía a laca de Robert Smith, según soltó Aníbal Calor este sábado, ya que The Cure les habían “teloneado” el día antes. El chiste era inevitable porque la hazaña de la noche, el comentario más escuchado al llegar al recinto, era que un grupo basado en el humor más despiadado y en las referencias de la cultura pop más vergonzosa para los que hoy estamos entre los 40 y los 50, que cantan karaoke con unas voces rayanas en el desafine, pudieran llenar las 12.000 plazas con tanta facilidad como los veteranos británicos.

Era la primera vez que lo hacían y esto tiene pinta de que, tocado ese olimpo, ya no tiene marcha atrás. Ojete Calor, forjadores del subnopop, han triunfado. Podrían no volver a componer ningún otro hit en su vida, que con esto ya estaría. Y a pesar de eso, la puesta de largo en directo de su último sencillo, Extremismo mal, indica que pueden seguir estirando el chicle con genialidad y que tienen algo que de Robert Smith no se puede decir sobre las canciones inéditas que su grupo había tocado el día anterior: saben cómo hacer nacer un clásico.

Decía, algo más arriba, que este es un espectáculo de karaoke (del bueno), pero en su Xtrmly Live!, que así se titulaba el show, lo es menos que nunca. Al concepto xtrmly le dan carácter Los Mamarriachis, unos mariachis no tan mamarrachos como se podría esperar, y La Filamonguer, una orquesta ni tan filarmónica ni tan monguer que interpreta una versión con altura de Tonta y gilipó. Como resulta evidente, la exageración es un principio vital, un viento que no cesa, un peso que no pesa, para Ojete Calor.

Como pasa con Morrissey o con Depeche Mode —por qué no medirlos ya junto a los grandes— Ojete ha instaurado unos códigos que se repiten en sus conciertos. De hecho, ser fan significa conocer esos códigos y practicar ese lenguaje. A saber: hay que adivinar la canción que se viene en base a las historias con las que Carlos y Aníbal las presentan; siempre hay invitados sorpresa; Mocatriz se baila con coreografía; los componentes del dúo navegarán la multitud montados en unas barcas, según le copiaron a Steve Aoki, y Carlos Ojete indicará que “para que este concierto no sea el último” el mar de brazos debe dedicar ambas manos a sostener las barcas, guardando los móviles en el lugar que indica el apellido artístico de Carlos (les ahorro el entrecomillado). “Dejad que graben los de las gradas” mandó el modelo, cantante y actor.

La tradición de las barcas, que cuando lo que el grupo llenaba era el más modesto afoto de La Riviera consistía en ir a la palmera y volver, se convirtió esta vez en una carrera hasta la persona que sostenía un vinilo de María del Monte, la primera vez. Para la segunda ronda, sacaron del backstage a la presentadora Lorena Castell y al actor y chanante Ernesto Sevilla, los cuales se lanzaron a la piscina para agarrar un vinilo de Luis Cobos. Mientras sonaba, como es habitual, Quién maneja mi barca de Remedios Amaya, Sevilla protagonizó el desempeño más vergonzoso de la historia de las barcas sobre brazos, cayendo al suelo una y otra vez.

La generosidad con la que Ojete Calor comparte con amigos su escenario es legendaria. Sevilla, Castell, Loles León o Yolanda Ramos entran dentro de lo esperable. Ana Belén, pese a estar afónica, no se quiso perder la noche y se marcó un espléndido playback (del bueno) de Agapimú. La espectacular salida de Boris Izaguirre camuflado de repartidor de pizza —casco de moto y chaqueta de lentejuelas— fue una grata sorpresa. También fue sorprendente la aparición de Rocío Carrasco que cantó junto a Aníbal y Carlos la inmensa canción de su madre, Como una ola. No obstante, la irrupción de escenario que casi tumba el palacio con gritos, aplausos, aullidos y declaraciones de amor fue la Ladilla Rusa. El concepto generosidad se queda corto al lado de la benevolente nobleza que supone permitir que otro grupo inserte un miniconcierto con una canción suya dentro de tu propia actuación. Ladilla Rusa se apropió del show, puso de rodillas al público, bendijo el subnopop y dotó de un sentido conceptual todo este maravilloso esperpento con una apabullante interpretación de Kitt y los coches del pasado.

La Filanmonguer estuvo aparentemente conducida por un maestro manco que, como es natural, daba la espalda al público. Esa presencia y ese misterio, cómo no, ocultaba una sorpresa. Era Tino, de Parchís, que se unió al dúo con un exorcismo en formato de medley de canciones de nuestra infancia, desde Amigo Félix, Cumpleaños feliz o la canción de Comando G.

Y a pesar de que las estrellas de la televisión y la canción le dieron lustre a la noche, la colaboración más emocionante llegó con la salida desde bambalinas de una mujer en silla de ruedas, a pocos días de realizarse una operación de cadera, que no era otra que la mítica Maribel protagonista de la canción homónima. Maribel, la amiga de Ojete Calor que “tiene la teoría de que mal es bien” y de que “peor es mejor”.

Y ya en un despendole monumental, el espectáculo incluyó llamaradas de fuego —como si fueran Rammstein—, un par de carritos del Carrefour, dos columpios, un tobogán, trajes con bombillas, disfraces de Laura Palmer muerta, medias de rejilla y hasta unos acordes de Personal Jesus que se le escaparon a Aníbal, devoto depechero, de la guitarra.

En lo de Ojete no hay solo humor: hay colmillo, hay hueso mordido, hay sátira, hay política, hay ácido sobre la herida. En lo que podríamos llamar discurso de bienvenida, los artistas compararon Barcelona y Madrid: “Ellos tienen la Sagrada Familia pero vosotros tenéis muchos VIPS” y las alusiones a la dicotomía entre “libertad” y todo lo demás que campa en la capital. “Hay gente que piensa que te has de mojar pero yo prefiero ser neutral”, cantan con sarcasmo en su último temazo. “El WiZink se les ha quedado pequeño”, se ha escuchado por ahí. Para la siguiente gira, a por los 50.000 de aforo del Estadio Metropolitano, como los Rolling.

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