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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Sin alma

Cráneo

Joan Dolç

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La práctica del enterramiento tradicional está en desuso. Son muchas las razones, pero la principal es la falta de rentabilidad de los cementerios, la única oportunidad que tienen muchos de poseer, in extremis, un terreno en propiedad. Ocupan un suelo precioso para otros fines, el mantenimiento de los públicos va a cargo del erario y el de los privados a cargo de los descendientes. Desde un punto de vista económico son un mal negocio para todos excepto para el muerto. De ahí que a la chita callando se haya ido imponiendo la cremación y ahora mismo te encuentres un tanatorio en cada polígono industrial. Preferentemente, no se sabe muy bien por qué, al lado de los McDonald’s. Pero la cremación no parece ser tampoco la solución definitiva al problema. Para reducir a un pariente a cenizas hacen falta cerca de cien metros cúbicos de gas, la misma energía que podríamos emplear para hacer un viajecito en coche a París. Además, el proceso provoca la emisión de gases de efecto invernadero —pocos pero los provoca— y también la liberación de metales pesados como el mercurio, además de lo que pueda llevar el traje con el que se amortaja al difunto. No contamina lo mismo una camisa de tergal que una de popelín. Si el finado ha sido embalsamado, ya estamos hablando directamente de una bomba antiecológica.

Tomando todo esto como punto de partida y añadiendo unas cuantas intenciones sumamente loables —al menos sobre el papel—, el senador demócrata por Seattle Jamie Pedersen, que a juzgar por su historial debe figurar entre lo más rojo de aquel país, ha puesto en marcha la iniciativa de convertir a los muertos en compost. Lo que mueve la propuesta, en principio, es la posibilidad de sustituir el gas por el proceso natural de descomposición (economía), abonar jardines y bosques (ecología) y conectar a los muertos con los ciclos naturales (espiritualidad). No es sólo una idea, es una propuesta de ley que si no prospera este año lo puede hacer el siguiente, y como hemos visto va acompañada de un bonito argumentario que solo tropieza con unos pocos detalles. Uno estético: el proceso se tendría que hacer aproximadamente de treinta en treinta cadáveres, una imagen que molesta bastante cuando se te mete en la cabeza, y otros que inducen a la sospecha: por un lado habría que construir costosos edificios de digno aspecto, para ocultar debidamente el siniestro espectáculo interior —edificios que se sumarían al parque de cementerios y crematorios—, y por otro cada compostaje costaría a los deudos unos 2 500 dólares. Por difunto.

No hace falta mucha imaginación para pensar que el próximo paso pueda ser la elaboración de pienso para gatos. Al fin y al cabo, no creo que nadie sepa lo que les estamos dando exactamente en estos momentos, digan lo que digan las etiquetas. Y el siguiente y definitivo paso ya lo predijo una famosa película de los años setenta cuyo título original aludía al producto en torno al cual giraba la trama y cuyo nombre no revelaré para no incurrir en un destripe, pero dicho de manera concisa, eran longanizas hechas con pasta humana. ¿Por qué no? Comer congéneres ya lo hemos hecho en algunas épocas y circunstancias. Sabemos que comporta algunos problemas con los priones, a raíz de lo que hemos visto en el caso de las vacas locas, pero al fin y al cabo la cosa no fue tan grave: solo doscientos humanos muertos en veinte años. Y todo se solucionó eliminando a un par de millones o tres de vacas con el baile de San Vito. Seguro que la ciencia y la tecnología actuales pueden con eso y mucho más.

Hemos perdido el respeto a los muertos. Hemos pasado de llevarles crisantemos el día de todos los santos, a pensar en ellos como un simple residuo. ¿Qué ha pasado? No hace mucho eran el receptáculo del alma inmortal, ¿recuerdan? Hay religiones que todavía creen que si no descansan en tierra firme, no alcanzarán la paz eterna. Por eso, entre otras cosas, a los chinos los repatrían a veces en contenedores desde el puerto de Nápoles. La Iglesia católica estuvo en contra de la cremación hasta 1963, y no la avaló con el hisopo hasta tres años más tarde. La reservaba como castigo para los que se pasaban de listos. Ahora la admite pero no como prioritaria, y prohíbe diseminar las cenizas para mantener así la fe en la resurrección de la carne por muy chamuscada que esté. Y nada de tenerlas en casa o repartírselas entre los nietos; han de reposar en lugar sagrado. Lo del compost todavía no han tenido que planteárselo, pero llegado el caso seguro que encuentran una fórmula pragmática para encajarlo en su corpus doctrinal.

Pero con independencia de lo que disponga el Vaticano al respecto, el futuro de los muertos se ve muy negro, teniendo en cuenta que los ni los vivos creen ya en sí mismos. A partir de los descubrimientos de la neurociencia, cada vez más gente está llegando a la conclusión de que el yo es una ilusión, que nos imaginamos a nosotros mismos, que no somos otra cosa que una máquina biológica que ha creado una fantasía llamada conciencia a través de un simple mecanismo evolutivo. Todo proceso mental, por elevado que sea, es traducible a términos fisioquímicos, pura materia, poca grandeza. Cada vez parece más claro que solamente somos un amasijo orgánico alucinado cuya única misión es perdurar, y cualquier cosa que hagamos, pensemos o sintamos está orientada a ese propósito. Por eso puede que lo del compost no sea tan mala idea, aparte de proporcionar unos buenos réditos. ¿Qué mejor manera de perdurar que alimentando abedules en un parque público cuando ya no podamos hacerlo de otro modo? El problema es que al convertir en mercancía nuestros cadáveres abrimos un proceso de incierto desarrollo. Porque uno empieza por perder el respeto a los muertos y acaba por perdérselo a los vivos. En la película citada, por ejemplo, para cebar a aquella singular industria alimentaria acababan lanzando campañas para incentivar el suicidio y proveerse así de cadáveres extra.

Visto el pesimismo generalizado ante los fúnebres augurios que se ciernen sobre la salud del planeta y nuestro destino colectivo, y vista nuestra incapacidad para reaccionar de una manera más enérgica frente a eso y frente a tantas otras cosas, uno tiene la impresión de que esa campaña ha empezado ya a gran escala. Cuando los astrofísicos comenzaron a mirar por el Hubble más allá de nuestra galaxia, la existencia del Cielo, que ya estaba en entredicho por parte de algunos impíos, se hizo más y más difícil de creer. Y cuando los científicos se han puesto a hurgar a fondo en el cerebro humano, la creencia en la existencia del alma también se ha ido al carajo. La ciencia va a lo suyo, y sin duda ha hecho ahí un buen trabajo. Pero es como cuando un detective te confirma que tu matrimonio es una farsa, que te hundes en la miseria y todo te importa un pito. Precisamente ahora, cuando todo indica que llega el fin del mundo, no tenemos nada a lo que agarrarnos. Llegarán los jinetes del Apocalipsis y nosotros acojonados y desorientados, sin alma inmortal que salvar, aquella supuesta entidad inmaterial, que tanto contribuía a nuestra autoestima, para la que no acabamos de encontrar un recambio laico mínimamente decente.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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