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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

Al tanto de los tiempos

Joan Dolç

Muchos recordarán cómo la Transición descolocó, fatalmente y en todos los sentidos, a algunos que durante el franquismo habían desarrollado un espíritu crítico insobornable. Les pasó como a Chamfort con la Revolución Francesa: habían renegado del viejo orden colaborando en todo lo posible para destruirlo, y al llegar el nuevo se sintieron rápidamente decepcionados. Eran los años que se dio en llamar, de manera un tanto cursi, «del desencanto». Así como muchos habían desactivado oportunamente su criticidad para servir al nuevo régimen constitucional, unos pocos se habían empeñado en mantener despierta la suya con resultados letales para ellos, pues se vieron arrojados de los nichos que supuestamente habían de albergarlos, bien sea porque les repugnaba meterse allí, o bien por el rechazo de los gestores del nuevo hábitat intelectual, que no requerían de tanta acrimonia, y por la oposición de los beneficiarios de ese hábitat, que eran más mansos y en muchos casos notoriamente mediocres.

Hay en las hemerotecas ejemplos de brillantes humoristas, columnistas y plumíferos en general que en esos primeros años de la Transición cayeron poco a poco en tierra de nadie, o fueron amparados por medios cuya línea editorial estaba en las antípodas de su currículum y su perfil. Poco importa si esas publicaciones actuaban por oportunismo o por humana piedad. El hecho cierto es que individuos que habían destacado en la trinchera del antifranquismo por su irreductibilidad —en todos los ámbitos de la cultura, no solo en el de la escritura—, o bien se evaporaron de la noche a la mañana, o bien parecían haberse vuelto de extrema derecha de repente a juzgar por los lugares donde recalaban y por algunas cosas que decían, que contradecían el discurso que empezaba a dominar. Y lo triste es que algunos, llevados quizá por un despecho hasta cierto punto comprensible, confirmaban fehacientemente esa impresión.

No es el caso de Agustín García Calvo, filósofo, filólogo, poeta y conspicuo anarquista, que acabó escribiendo en el muy derechista diario La Razón, mientras algunos paniaguados que habían sido alumnos suyos medraban en los medios supuestamente progresistas surgidos al calor del nuevo régimen. Cuando editó el recopilatorio de los artículos publicados en aquel periódico —37 adioses al mundo es el título—, se sintió obligado a escribir un prólogo justificativo. En él empezaba desvelando que había recibido reproches por parte de sus amigos por escribir allí, y añadía, con su peculiar sintaxis y ortografía, que «las contradicciones que, como ente real, le tocan [a La Razón] le han hecho abrirme un rincón entre sus páginas, más decididamente que otros Órganos más críticos y más al tanto de los Tiempos, y yo, como cayendo un poco de las nubes, no he tenido empacho, contradictorio como a mi vez soy, en acogerme a su invitación para despotricar un poco, en tanto y no que se nos abre algún resquicio para dar escape a un DIARIO DEL REVES». Una lectura atenta de este pequeño párrafo revela casi todo lo que se puede decir sobre la situación.

Todo parece indicar que estamos viviendo un momento similar. Vaga por ahí a la deriva una armada de viejos buques con una pléyade de eximios protestones a bordo, pájaros de mal agüero que vierten impulsivamente una prosa por lo general vitriólica y cada vez más amarga, con la que tratan de impugnar las nuevas formas de la realidad que viajan en una nutrida flotilla de medios digitales, blogs y demás inventos de la galaxia Marconi, chalupas de todos los tamaños atestadas de colegas suyos entregados a la labor de crear grandes consensos —empezando por el que los mantiene unidos—, disfrazándolos, si hace falta, de grandes discrepancias. En ese escenario no faltan los piratas, pero por ahora la batalla dialéctica se dirime principalmente entre estos dos bandos. Diríase que mientras emerge un nueva élite de intelectuales orgánicos, los que copaban esa categoría durante la Transición están tratando de sumarse a la mudanza o de aferrarse a una disidencia desesperada y sin futuro, como hicieron antaño sus predecesores, los antifranquistas desengañados.

Pero hay algo que no encaja en la analogía.  Es cierto que estamos en los momentos finales de un periodo liminal, que es cuando los cambios que se han ido gestando poco a poco se precipitan de forma cataclísmica llevándose por delante todo lo que pillan, generando muchos residuos y arrastrando una gran cantidad de sedimentos. Pero esos mandarines del posfranquismo —empleando la terminología de Gregorio Morán—, que mayormente se atrincheran en ciertos periódicos tradicionales de ámbito estatal —las granjas donde se criaron, esa «parodia de intelectual colectivo», como definió el citado periodista a uno de esos medios—, más que nada están enzarzados en una logomaquia belicosa con ese independentismo hiperbólico, vodevilesco y pueril que no es sino otro buque oxidado de la Transición que ante la falta de combustible está empezando a quemar los muebles. Y están enzarzados, sobre todo, en la pelotera verbal con una izquierda heterogénea y dispersa que ha cambiado la claridad de otros tiempos por el trampantojo semántico, algo que disminuye su eficacia y amenaza con escorarla hacia la distopía pero que la hace especialmente correosa en el plano dialéctico.

No, el discurso rancio y estéril de los ya provectos escribas del statu quo posterior al franquismo no recuerda en nada al de aquellos que contribuyeron a arrinconar. Y sospechosamente, a medida que va pasando el tiempo se parece más al de los intelectuales orgánicos del Movimiento que vinieron a sustituir. Lo sorprendente es que aún quieran hacer pasar sus apolillados silogismos por insobornable cordura y a veces lo consigan. Han copado durante demasiado tiempo un espacio que seguramente merecía un mejor uso, y los desconchones de su prosa todavía hegemónica están dejando al descubierto un páramo. Las hojas sueltas de ese «diario del revés» al que aludía García Calvo siguen en blanco, a la espera de una radicalidad crítica que esté dispuesta a abrir sin remilgos la caja de Pandora de la lucidez, en cuyo fondo, como es sabido, se refugia la esperanza. Ahora mismo, esas hojas ni las escriben unos porque no era esa su función, ni difícilmente las podrán escribir los otros, porque —y en eso se parecen, aunque les cueste admitirlo— son los que están hoy felizmente «al tanto de los Tiempos», como señalaba con ironía García Calvo, «predicando la Realidad al servicio del Emperador», en palabras también suyas y en las que, hoy como ayer, seguro que nadie quiere reconocerse.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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