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¿Para cuándo un Bolsonaro patrio?

Xavier Latorre

¡Vamos a perder el tren de la “modernidad”! Todo el norte y este de Europa ya ha abrazado la fe de la intolerancia y del sectarismo. Nuestros referentes han cambiado de golpe. Ahora prima ser pro-Putin en los países bálticos, fanático nórdico con un kit ultra bajo el brazo, amigo de Trump en una Gran Bretaña desquiciada por el Brexit o, ya en América, admirador del exmilitar brasileño y apologeta de los golpes de estado, el mesías Bolsanaro. En media Europa, y pronto también en la próspera Baviera, si el votante alemán no lo remedia, la extrema derecha despunta. El caudal de la intransigencia política se desborda al igual que un torrente mallorquín dormido durante décadas. Quedan a salvo, en precario, unos pocos países parias de una Europa hasta hace poco modélica. Portugal, Grecia y nosotros, ¡vaya panda!

Los de la lista Forbes o algún iluminado presidente de equipo de fútbol dan un paso al frente y para seguir generando beneficios de dos cifras consideran que deben asaltar directamente el poder. No se puede dejar el mando en manos de remilgados burócratas inoperantes. En España también se creyó años atrás que unos desalmados con dinero procurarían por el bien de la sociedad. A tipos como Jesús Gil, Mario Conde o Ruiz Mateos se les reverenciaba; creían que si se habían hecho ricos harían ricos a todo el mundo. Como Berlusconi, como el millonario que reina en Chile o como algunos oligarcas rusos que campan a sus anchas por aquel vasto país. ¡Filántropos! Basta apropiarse de una televisión, crear una marca blanca con una siglas huecas y genéricas (el Frente Nacional francés, el partido de la Libertad holandés o Força Italia…) y hurgar en el miedo atroz de los votantes. Sus interesadas proclamas se dirigen a los más vulnerables, como Rivera en el antiguo cinturón rojo catalán o Marie Le Pen en la periferia parisina.

Las personas que viven al día de puro milagro, que ven menguar sus salarios, que temen por sus empleos y que ven deambular a sus hijos por otros países persiguiendo sueños imposibles, se rinden incondicionalmente a esos vendedores de crecepelo, a esos mangantes con pasta, a esos evasores fiscales sin escrúpulos. Ellos, con mensajes xenófobos, toman prestado el poder y esquilman a su antojo las reservas de dinero público que aún restan por aflorar. Luego dirán que hay que apretarse todavía más el cinturón y nos vendrán de nuevo con el dichoso cuento de la austeridad. Y así hasta volver a la casilla de salida. Muchos votantes incautos, que se creen ingenuamente seres privilegiados, prefieren una ración de patriotismo locuaz en el telediario a que les suban el salario mínimo; eligen pagar unos alquileres estratosféricos a un fondo buitre que al vecino que está pagando los estudios a su único hijo; optan por ondear una bandera a reclamar mayor protección social o inversiones en dependencia; se inclinan, en suma, por criminalizar antes a un mendigo indefenso o a un inmigrante apurado en alta mar que a un ladrón de guante blanco que le saquea hasta los yogures de la nevera, que les sirla la cartera mientras el líder de Vox esparce odio gratuito en Vistalegre. Ese pobre hombre, crispado, aposentado indefenso en su sofá retro, está apostando a ciegas por su enemigo natural. ¡Allá él!

¿Quizá estemos a tiempo de homologarnos a Europa? Algunos políticos locales retorcerán aún más el lenguaje hasta crear una enorme confusión, unos eslóganes tramposos que viajarán impunemente por las redes sociales. ¡Estamos tardando en rendirnos a otro visionario, estilo Aznar! Sus exministros encarcelados son al parecer hermanitas de la caridad en comparación a la actual ministra de Justicia a la que se le escapó un exabrupto hace mil años en una sobremesa con una rata de cloaca con placa de policía. Con aquel gabinete de ladrones, con Rodrigo Rato de ideólogo, España iba bien, coreaban. ¿Repetimos? Las elecciones europeas serán un buen momento para colocarnos al lado de los grandes triunfadores de la noria populista: los presidentes de Hungría, de Polonia o el cantamañanas Matteo Salvini.

Ya falta menos para abrazar esas consignas insanas. ¡Ya estamos tardando en sumarnos a esa fanática nueva Internacional!

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