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ANÁLISIS

China y Estados Unidos se enfrentan en el Congo por el control global del cobalto

Un niño carga un saco de mineral de cobalto en bruto
26 de diciembre de 2025 21:26 h

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A principios de diciembre, los presidentes de la República Democrática del Congo (RDC), Félix Tshisekedi, y de Ruanda, Paul Kagame, ratificaron en Washington los Acuerdos para la Paz y la Prosperidad entre ambos países. Un acto, presidido por Donald Trump, cuyo trasfondo económico revela un tablero geoeconómico global mucho más complejo. Sitúa a la República Democrática del Congo, un país equivalente a cuatro veces la península ibérica, como campo de batalla entre China y Estados Unidos por el dominio de sus minerales críticos, imprescindibles para las nuevas tecnologías y la transición energética global. Una carrera cuya meta es controlar las cadenas de suministro y asegurar posiciones de influencia económica planetaria.

El pacto aspira a poner fin a décadas de violencia en el este del país, pero lo hace en un contexto en el que la seguridad, inversión y explotación de recursos forman parte de la misma ecuación. El Congo produce más del 70% del cobalto mundial, un mineral considerado el petróleo del siglo XXI por ser indispensable para baterías de litio, electrónica de consumo, defensa y todas las tecnologías vinculadas a las energías limpias. A ello se suma ser el principal país del globo en reservas de coltán y el segundo de cobre, además de poseer enormes yacimientos de germanio y litio, entre otros minerales críticos. Unas fuentes de riqueza a las que, a partir de ahora, deberían tener acceso prioritario las empresas estadounidenses gracias a este tratado de paz.

Con esta iniciativa, Trump intenta corregir la escasa participación histórica de EEUU en el Congo, así como limitar la influencia de China en la minería de este país africano. Washington exhibe este interés mediante una diplomacia orientada a pacificar la región y abrir la puerta a inversiones millonarias de empresas estadounidenses. A ello se suma el impulso de proyectos como la presa de Gran Inga, clave para abaratar el coste energético, o el corredor ferroviario al puerto angoleño de Lobito, concebido como alternativa a las rutas que ahora canalizan los minerales congoleños hacia China. Se trata de una estrategia que busca romper el monopolio de Pekín sobre la cadena de valor del cobalto, restándole capacidad para fijar precios y volúmenes en el mercado global de los minerales críticos.

China, por su parte, observa estos movimientos con preocupación. Durante dos décadas, Pekín ha tejido una estrecha red de intereses económicos y políticos con Kinshasa, a través de una combinación de inversiones masivas, diplomacia pragmática y acuerdos de infraestructuras a cambio de concesiones mineras. Sus empresas no solo extraen minerales, sino que también financian carreteras, presas y redes eléctricas cruciales tanto para el país como para el propio sector minero. Esta planificación estratégica ha permitido a Pekín controlar más del 70% de la capacidad mundial de extracción y refinado del cobalto a través de CMOC (China Molybdenum Co., Ltd.), la principal firma mundial del sector. Este dominio le ha proporcionado, en los últimos años, una ventaja competitiva que inquieta especialmente a la Casa Blanca y que explica la voluntad de Trump de regresar al tablero africano.

Durante dos décadas, Pekín ha tejido una estrecha red de intereses económicos y políticos con Kinshasa; Trump intenta corregir la escasa participación histórica de EEUU en el país africano

La respuesta china a los planes de Washington no se ha hecho esperar en el ámbito económico. Empresas estatales del país asiático, como la China Nonferrous Mining Group (CNMC) o la Zijin Mining Group, están acelerando sus proyectos de modernización y expansión de refinerías para garantizar el flujo de los minerales congoleños hacia su industria. Al mismo tiempo, Pekín intenta convencer al Gobierno de Kinshasa de las ventajas de su modelo de cooperación, basado en beneficios mutuos y la no injerencia política, ante los costes potenciales de una alineación excesiva con Washington en términos de autonomía económica.

No obstante, el Gobierno congoleño que preside Félix Tshisekedi es cada vez más consciente del valor estratégico de sus recursos e intenta maximizar sus beneficios y diversificar sus socios. Pero su situación es compleja. El país necesita reforzar sus instituciones, estabilidad política y recursos financieros para desarrollar sus infraestructuras básicas.

Kinshasa aspira a dar un salto industrial que le permita refinar y procesar parte de su propia producción y reducir así su dependencia de los centros de procesamiento externos. Pero, si no juega bien sus cartas, corre el riesgo de quedar atrapado en el enfrentamiento entre las dos superpotencias y ver relegadas sus prioridades domésticas a un segundo plano. En este contexto, la competencia geopolítica y geoeconómica puede jugar a favor o en contra del Congo, si bien la rivalidad entre Pekín y Washington amplía su margen de maniobra.

La realidad es que lo que está en juego trasciende la minería. El pulso entre China y EEUU por dominar el flujo de minerales críticos congoleños forma parte de la disputa por el control del nuevo orden energético mundial del siglo XXI. Para Washington, asegurar un suministro estable de minerales como el cobalto es un objetivo estratégico que busca sostener sus avances industriales y reducir sus vulnerabilidades estratégicas. Para Pekín, mantener e incluso ampliar su ventaja en el control de las materias primas no es solo una cuestión económica, sino de proyección estratégica. Su dominio en la extracción y el procesamiento le otorga una influencia directa sobre mercados clave y reduce la vulnerabilidad de sus cadenas productivas frente a sanciones, cambios regulatorios o conflictos comerciales. Es una de sus principales vías hacia el liderazgo global.

En este contexto, el Congo se convierte, una vez más, en el campo de batalla entre las grandes potencias por sus recursos minerales. El desenlace de este choque de titanes se anuncia largo y complejo, con efectos duraderos sobre la estabilidad de los precios globales y sobre la configuración de las cadenas de valor del futuro. La incógnita es si esta vez el país africano logrará transformar su ventaja geológica en una estrategia económica propia o si, una vez más, su riqueza seguirá siendo el motor del desarrollo ajeno.

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