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China pone en marcha la diplomacia de las mascarillas 

Xi Jinping en una visita a Wuhan el 9 de marzo.

Iñigo Sáenz de Ugarte

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En la lenta vuelta a la normalidad en la ciudad china de Wuhan, una de las tareas más tristes que están pendientes es recoger en las funerarias la urna con las cenizas de un familiar fallecido por el coronavirus. Imágenes de gente esperando ante los locales –el reparto se hacía por cita previa y los que no la tenían debían esperar varias horas– aparecieron en la red social Weibo, la más popular del país. Después, comenzaron a desaparecer. El Gobierno chino obliga a la empresa a borrar todo contenido que pueda ser crítico con las autoridades o que dé una imagen del país que no se corresponda con el discurso oficial.

Es una vuelta al inicio de la crisis, cuando las autoridades locales y regionales en Wuhan intentaron limitar la información a los ciudadanos sobre la nueva enfermedad. El 31 de diciembre de 2019, medios de comunicación oficiales informaron del brote de un tipo desconocido de neumonía en Wuhan con 27 casos identificados. Al día siguiente, se cerró el mercado callejero considerado en ese momento como probable origen del brote. Sin embargo, el principal periódico de la ciudad no recibió permiso para informar de ello hasta dos semanas más tarde. La censura obligó a los medios a limitarse a publicar después los comunicados oficiales.

Los hospitales recibieron la orden de mantener a cero el número de infectados entre médicos y enfermeras. Eso hizo que oficialmente no hubiera ningún contagiado. De repente, el Gobierno local informó en la segunda quincena de enero que había 15 individuos contagiados entre el personal sanitario, un indicio de que la enfermedad estaba desbordando a médicos y enfermeras.

En la segunda semana de enero, se celebró en Wuhan una importante reunión de altos cargos locales y regionales. Alguien no quería que se viera afectada por esas preocupantes noticias.

En el caso más dramático, la policía de Wuhan obligó al médico Li Wenliang, que avisó el 30 de diciembre a sus compañeros del peligro de la enfermedad, a firmar una carta admitiendo que había hecho “comentarios falsos”. A las cinco semanas, Li, de 34 años, murió por el coronavirus.

En marzo, el Gobierno admitió que Li había sido injustamente castigado, ordenó a la policía local que se disculpara ante la familia y anunció que los responsables serán investigados.

Es indudable que el Gobierno chino ha reaccionado en este crisis con mucha más rapidez y menos secretismo que con ocasión de la pandemia del SARS, donde tardó cuatro meses en comunicar el problema a la OMS. El 20 de enero, el presidente, Xi Jinping, tomó el mando de las operaciones y anunció una gran campaña nacional contra la enfermedad. Más de 40.000 médicos y enfermeras de todo el país partieron hacia Wuhan y su provincia. Todas las lecciones aprendidas desde el SARS se pusieron en práctica. En primer lugar, mandar un aviso a las autoridades locales de lo que les podía pasar si ocultaban el avance de la enfermedad.

Con el lenguaje casi poético con que los medios oficiales de China expresan sus elogios y también sus amenazas, una cuenta social de un organismo público advirtió a “los que retrasen u oculten la comunicación de casos que serán clavados en el pilar de la vergüenza para siempre”. Además de ese pilar, la cárcel era un castigo más probable.

Dos meses después, las tornas han cambiado. Los nuevos casos en China son sólo un goteo, 54 el sábado, las restricciones de circulación se van levantando por fases en Wuhan y es Europa la que sufre el impacto más letal del coronavirus. Pekín está en condiciones de demostrar con hechos los beneficios de las medidas draconianas impuestas, que eran contempladas con una mezcla de asombro y preocupación en el resto del mundo. Y además ha ofrecido su ayuda y la de su industria a un mundo occidental que ha descubierto que le falta material médico tan básico como mascarillas y guantes para sus médicos y que no tiene forma de conseguirlo.

No siempre esa colaboración ha sido fructífera. Pruebas de coronavirus compradas en China por España, República Checa y Turquía han resultado ser muy poco fiables. En Holanda, han descubierto que 600.000 mascarillas compradas allí por el Gobierno y repartidas en los hospitales son inservibles, la mitad de todo el cargamento.

Los mismos medios de comunicación occidentales que se preguntaban si Pekín estaba actuando con la rapidez necesaria contra el coronavirus ahora parecen preocupados por algo tan clásico como el concepto de 'poder blando', la capacidad de China de hacer más atractivo su sistema autoritario de partido único y capitalismo de Estado controlado desde arriba. EEUU y Europa han utilizado durante décadas la ayuda humanitaria para sostener a sus aliados en el Tercer Mundo –o castigar a sus enemigos– y promover sus ideas en el exterior. Ahora son los chinos los que prueban los mismos métodos en lo que ya tienen una cierta experiencia.

Es lo que podríamos llamar la diplomacia de las mascarillas, al igual que antes Pekín vendió su nueva Ruta de la Seda como promesa de desarrollo económico sin interferencias políticas. “China, a pesar de ser el lugar donde comenzó el virus y haber cometido errores al principio, está ganando influencia, porque afrontó el desafío en casa y está ofreciendo ayuda a otros”, escribió Richard Haass, presidente del 'think tank' Consejo de Relaciones Exteriores.

El agradecimiento ha sido evidente en algunos países que han recibido la ayuda china, prometida a más de 80 estados. La República Checa, con un agudo déficit de material, agradeció recibir un cargamento comprado allí. El presidente serbio, Aleksandar Vucic, dijo que la solidaridad de la UE era “un cuento de hadas”, mientras que los chinos “eran los únicos que podían ayudar”. El ministro italiano Luigi di Maio afirmó que “recordaremos a aquellos que han estado con nosotros en estos momentos difíciles”, refiriéndose a China. Varios estados tienen mucho que agradecer a Pekín, poco a la UE y nada a Estados Unidos.

Otros mantienen sus recelos hacia Pekín. El ministro de Defensa de Suecia, un país que ha rechazado hasta ahora medidas drásticas de confinamiento, acusó a los medios chinos de realizar una “campaña de desinformación” contra su Gobierno. El asunto es delicado en Holanda, a la que la empresa Huawei ha donado 800.000 mascarillas. Allí está pendiente una decisión del Gobierno sobre la concesión de contratos para levantar la infraestructura de las redes 5G, a los que aspira Huawei frente a la oposición norteamericana.

Un artículo de Josep Borrell provocó algo más que incomodidad en Huawei. “China está lanzando enérgicamente el mensaje de que, a diferencia de los EEUU, es un socio responsable y fiable. En la batalla del relato, también hemos visto intentos de desacreditar a la UE como tal y algunos casos en los que se ha estigmatizado a los europeos como si todos fueran portadores del virus”, escribió el alto representante de política exterior de la UE. No hacía una crítica directa a Pekín y el 'también' puede hacer pensar que la segunda frase no estaba dirigida al Gobierno de Xi. Pero una fuente no identificada de la empresa china dijo que pondrían fin al envío de material médico si no era bien recibido.

Finalmente, Huawei lo negó. Su representante en la UE, Abraham Liu, dijo el sábado en un comunicado que continuarán colaborando con los gobiernos europeos sin ninguna intención encubierta: “Nuestra ayuda no es condicional ni es parte de ninguna estrategia geopolítica o empresarial, como algunos han sugerido. Somos una empresa privada. Intentamos ayudar a la gente en la medida de nuestras posibilidades”.

Donde unos ven ayuda generosa otros prefieren definirlo como un gesto interesado de relaciones públicas.

Puede ser perfectamente las dos cosas. El Plan Marshall formaba parte de una estrategia norteamericana con la que mantener a Europa occidental fuera de la influencia soviética y obtener un beneficio comercial con la reconstrucción del continente destruido por la guerra. De la misma manera, Pekín se ofrece como un socio más fiable que Washington –perjudicado por los delirios aislacionistas de Trump– y además busca más países con los que tener una relación comercial mutuamente favorable. Xi Jinping habló al primer ministro italiano Conte de una “ruta de la seda para la salud” y obviamente estaba pensando también en la otra ruta, la estrategia económica a la que ha querido atraer a países europeos, de momento sin demasiado éxito.

Los imperios tienen intereses y muy pocos aliados. Les favorece que muchos países crean estar en esa categoría.

La estabilidad de China, en riesgo

La idea de un régimen chino todopoderoso que ahora se apoderará del mundo pierde de vista las auténticas prioridades del Gobierno de Pekín. No han cambiado por esta crisis. El mayor factor de legitimidad para el régimen no es la ideología del partido comunista, sino su condición de garante de estabilidad y desarrollo económico. 730 millones de chinos han salido de la pobreza entre 1990 y 2015. A finales de 2018, el número de habitantes en situación de pobreza extrema se redujo a 17 millones en un país donde viven 1.400 millones.

La pandemia pone en riesgo esos logros. Por más que la respuesta frente al coronavirus haya terminado siendo efectiva, el golpe económico será brutal, como en Occidente. Los servicios y el consumo suponen más de la mitad de su PIB. Es muy posible que el primer trimestre arroje una caída del PIB de dos o tres puntos en el mejor de los casos, algo que no ha ocurrido desde 1976.

El Gobierno es consciente de ese riesgo y de que continúa necesitando crear diez millones de empleos anuales. Los que se ocupan de la propaganda y del control social de la población tienen también su tarea. Por eso, el médico Li Wenliang, que fue humillado por desobedecer órdenes, ha sido elevado a la categoría de héroe popular. Desde principios de marzo, el organismo que regula la ciberseguridad ha impuesto nuevos criterios sobre lo que es admisible en internet, lo bastante ambiguos como para que los censores puedan borrar lo que crean oportuno con la misión de fomentar el contenido “positivo” y eliminar todo lo que sea “negativo”.

Timeo Danaos et dona ferentes. Trasladado a los tiempos actuales, sería 'temo a los chinos, aunque traigan regalos'. En cualquier caso, los europeos no dudan ahora: todas las mascarillas que venda China son bienvenidas. Ya habrá tiempo de ocuparse de la geopolítica.

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