El sueño sueco era demasiado bueno para ser real
Siempre es un ejercicio interesante intentar definir la imagen autopercibida de una nación, especialmente si uno trata de reducirla a una sola palabra ¿Cuál sería esa palabra para el Reino Unido? Independencia, quizá. Para Suecia, solo se podría utilizar una palabra: bondad. Sin embargo, ahora no parecemos tan buenos como nos gustaría. Los neonazis marchan por las calles. No son muchos pero son muy visibles e intentan influir en la escena política con amenazas y violencia.
En los últimos años, el pueblo gitano, la población negra, la musulmana, profesores y alumnos de escuelas han sido blanco de asesinatos motivados por ideología de extrema derecha en un país en el que los Demócratas de Suecia –muy influenciados por la idea de que hay que mantener separadas a las diferentes culturas y por el concepto de que la identidad étnica es la base de la nación– son el tercer mayor partido. Un sondeo publicado a principios de este mes muestra que Suecia es uno de los países europeos con peor actitud frente a la inmigración.
Y, sin embargo, a los suecos nos gusta pensar que somos buenos. Nos gusta creer que nuestras políticas son buenas para el resto del mundo y que si los otros países se dieran cuenta de esta simple verdad, el planeta seguramente sería un lugar mejor. Después de todo, la bondad es algo bastante positivo. El problema es que en los últimos años ha quedado claro que la idea de los “buenos suecos” ha permitido el ascenso de los populistas de derechas.
La primera vez que advertí esta tendencia fue en 2011, cuando publiqué un libro de no ficción sobre un niño judío que fue enviado a Suecia desde Viena en 1939 para salvarlo de la persecución nazi. En encuentros con lectores, a menudo me hacían la misma pregunta: “¿Así era realmente Suecia? No reconozco a mi país en el libro”. Se sorprendían al oír que tras la Noche de los Cristales Rotos, Suecia le pidió a los nazis que pusieran una letra J en tinta roja en los pasaportes de los judíos alemanes para facilitarles a las autoridades suecas el rechazarlos en frontera. O el hecho de que en 1939, el rumor de que el Colegio de Médicos había invitado a médicos judíos a Suecia provocó protestas en las universidades más importantes. Los estudiantes exigían el fin de la “invasión de judíos” para “salvar la raza” (y los empleos).
Mis lectores no están al tanto del alcance que tuvo la complicidad sueca con la Alemania nazi durante la guerra. Por esta razón, volví sobre el mismo tema en mi libro más reciente, revelando cómo, desde julio de 1940 hasta noviembre de 1941, un total de 686.000 soldados alemanes viajaron en tren a través de Suecia hacia la Noruega ocupada y cómo, a pesar de los esfuerzos de los aliados, Suecia siguió exportando rodamientos a la Alemania nazi, contribuyendo de forma importante a su rearme.
Nuestra narrativa histórica de la bondad no habla de estas cosas. La historia comienza en octubre de 1943, cuando más de 7.000 judíos daneses llegaron en botes de pescadores a Suecia (los dueños de los botes recibieron una buena paga, en muchos casos) para escapar de la deportación. Se habla del diplomático sueco Raoul Wallenberg, quien en 1944 salvó a judíos húngaros de ser deportados de su país, aunque en realidad la iniciativa y el financiamiento provenían de Estados Unidos. Y estamos orgullosos del hecho de que en 1945 enviamos autobuses a recoger a supervivientes de los campos de concentración, pero no mencionamos que esto que se describe como una iniciativa sueca en realidad fue una acción conjunta de los Países Nórdicos con el objetivo de repatriar a prisioneros escandinavos.
¿Por qué los suecos tenemos tamaña fe en nuestro propio altruismo? Vale decir que después de la Segunda Guerra Mundial surgió en nuestra sociedad un sentimiento de culpa indefinido y a menudo negado. Durante la ocupación de Dinamarca y Noruega, Suecia era libre. Cuando el resto de Europa quedó reducida a ruinas, Suecia se convirtió en la vanguardia de la construcción de un Estado del bienestar. Y –lo más importante– cuando Dinamarca y Noruega realizaron su purga legal y moral en la posguerra, lidiando con sus nazis locales y sus colaboracionistas, Suecia no hizo nada parecido. No hubo ningún debate moral ni autocrítica. Aquellos que habían simpatizado con Hitler simplemente se quedaron callados y siguieron con sus vidas como si nada hubiera pasado.
Después de 1945, en Suecia y en otros sitios se dio por supuesto que las ideologías de la Segunda Guerra Mundial –el nazismo y el odio contra los judíos– desaparecieron como consecuencia de la derrota de los nazis. En el Código de Nuremberg se expresaban nuevos conceptos morales sobre la experimentación médica y la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Pero no somos conscientes de que, incluso mientras se extendía la consigna 'Nunca más', las ideologías del odio seguían creciendo y en muchos casos se hicieron más complejas y se internacionalizaron.
Un hombre en particular fue esencial para la supervivencia de las ideologías nazis: el líder fascista sueco Per Engdahl (amigo y referente del fundador de Ikea, Ingvar Kamprad). Engdahl dio inicio a una red secreta de intelectuales con el objetivo de conservar y reconstruir la ideología nazi. Dentro de esa red se fomentaba la negación del Holocausto, se lavaba la imagen de la Wehrmacht y la palabra “raza” se cambió por “cultura”. Se creó el concepto de etnopluralismo, la idea de culturas separadas e independientes que viven una junto a la otra pero no se mezclan para evitar la extinción de cada una. Las acciones de esta red durante el período de posguerra fueron esenciales para el actual ascenso de la extrema derecha.
En 1951, Engdahl fundó el Movimiento Social Europeo, también conocido como Movimiento Malmö, donde unos 40 grupos nazis y fascistas de Europa conectaban unos con otros. Entre ellos estaba la Unión Británica de Fascistas de Oswald Mosley y los nazis alemanes de la vieja escuela, así como también el Movimiento Social Italiano (heredero del partido proscrito de Mussolini) y los sucesores del Partido de la Cruz Flechada, de Hungría. Todos ellos compartían una visión de una nueva Europa “restaurada”, un bastión blanco sin “elementos extranjeros” ni democracia.
El movimiento fundó una revista llamada Nation Europa, sobre la que en 1952 los servicios de inteligencia británicos afirmaron que tenía “toda la apariencia de ser el material de propaganda nazi más peligroso desde el fin de la guerra”.
Recién en 1979, Engdahl aprovechó la oportunidad de difundir sus ideales abiertamente en Suecia, con un grito de guerra en su periódico fascista Vägen Framåt (El Camino por Delante) y el lanzamiento del movimiento Conservemos Suecia Sueca (BSS, por sus siglas en sueco), en colaboración con el partido nazi Nordiska Rikspartiet.
Siguiendo el modelo del Frente Nacional del Reino Unido, el BSS sirvió de plataforma de despegue de diferentes grupos de extrema derecha. En 1988, algunos miembros se separaron y fundaron el partido de Demócratas de Suecia, cuyo liderazgo consistía en un sueco veterano de las SS, miembros del movimiento de Engdahl y nazis de la posguerra. Desde entonces, el liderazgo del partido ha cambiado, así como también su imagen y su retórica, pero el concepto de etnopluralismo todavía está presente. Y en las elecciones parlamentarias de 2018, el 17,5% de los votantes suecos los eligieron.
Se podría decir que la necesidad sueca de creer que todos los suecos son buenos ha hecho posible el ascenso de la extrema derecha. En lugar de hacer una autocrítica durante los años de posguerra, Suecia prefirió enfocarse en los buenos actos que se llevaron a cabo durante la guerra, haciendo la vista gorda con los simpatizantes nazis que quedaron en el país (especialmente en las clases media y media-alta) y de los extendidos sentimientos antisemitas que existían en la sociedad sueca antes de la guerra. La respuesta de un periódico sueco ante una ola de pintadas nazis en todo el mundo en los años 60 encarnó esta arrogancia: “El odio racial nunca echó raíces en nuestro país. Por eso somos más felices que los demás”.
La noción de la bondad sueca ha negado la existencia del antisemitismo, el racismo, la islamofobia e incluso el sexismo. También ha impedido la introspección. Y por supuesto, como lo demostraron las elecciones más recientes, era demasiado bueno para ser real. Sólo cuando Suecia deje de negar su pasado nazi podrá enfrentarse a la amenaza que supone el ascenso actual de la extrema derecha.
Elisabeth Åsbrink es una periodista sueca y autora de 'Made in Sweden: 25 ideas that created a country'.
Traducido por Lucía Balducci