Es increíble hasta qué punto nos está empobreciendo el haber convertido el beneficio y la rentabilidad en único norte de nuestras vidas. Porque las “lógicas del mercado” ya no sólo rigen las alturas políticas y económicas, sino que también las hemos incorporado a nuestras vidas, a nuestro comportamiento, a nuestro día a día.
Todo, cualquier cosa, ha quedado reducido a una marca. Todo tiene que ser una marca. Desde los tomates que desde hace mil años se cultivan en tal pueblecito hasta los propios seres humanos: Se lee en los manuales que cada persona es una marca en sí misma, que debe construir su reputación online en las redes sociales. Al parecer, las capacidades del ser humano han quedado limitadas a las de venderse y ser comprado.
Yo, por mucho que me digan que esto es lo normal, y por mucho que lo intente, lo juro, no consigo dejar de ver en todo esto una profunda irrealidad. Llego incluso a pensar que nos hemos vueltos todos locos.
Los humanos poseemos una capacidad inverosímil para aceptar pasivamente todo lo que se nos impone. Es así como hemos permitido que nuestras vidas hayan alcanzado unos niveles de complejidad simplemente aberrantes, antinaturales e imposibles de soportar. Que harían enloquecer a cualquiera de nuestros antepasados.
Hasta los artistas deben tener su imagen de marca. Hasta el arte ha quedado reducido a la condición de bote de detergente en la balda del supermercado.
Cada vez la filosofía desaparece más de los institutos y las universidades, porque, aparentemente, es inútil. Y mientras, se multiplican los departamentos de marketing, materia que ha asesinado a Sócrates y Platón.
Se venden como el humo seminarios para escritores sobre cómo construir su imagen de marca literaria. Por si no fuera bastante trabajo armar una historia, ajustar palabras paciente y artesanalmente, ahora tiene uno que ser su propio ‘community manager’. Sospecho, incluso, que hay escritores que se toman más en serio lo del marketing que la propia tarea de escribir.
Y en cuanto a lo que escribimos, lo hacemos obsesionados con el “éxito”, con dar el próximo pelotazo. Y en esta persecución de locos del cannonball nos olvidamos de ser auténticos y sinceros con el lector. E incluso con nosotros mismos.
Yo lo tengo claro: soy un escritor sin imagen de marca.
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