La Constitución no cabe en la España de Vox
Cada 6 de diciembre, Vox se envuelve en la Constitución como si solo ellos fueran sus legítimos herederos. Pero la Constitución que reivindican no es la del 78: es un texto amputado, convertido en un muro más que en un pacto, en una trinchera identitaria antes que en un marco de convivencia plural. En su relato, España es una esencia homogénea que debe ser defendida de enemigos internos, externos, imaginarios o reales. Pero basta observar sus propuestas, sus votaciones y su manera de entender la democracia para comprender que el país que dicen proteger no cabe en la Constitución, sino en un pasado mitificado del que la sociedad española decidió salir hace casi medio siglo.
La fuerza de la extrema derecha española de Abascal reside precisamente en esta apropiación simbólica. Su constitucionalismo selectivo cita unos artículos y silencia otros: abrazan los que justifican su modelo centralista y excluyente del Estado, pero evitan los que consagran la diversidad territorial, la igualdad real entre hombres y mujeres, los derechos sociales, el pluralismo político o el carácter social del Estado. La Constitución que celebran sería irreconocible para quienes la negociaron, discutieron y votaron en 1978, y también para una ciudadanía que ha ampliado derechos y libertades durante décadas.
Desde esta base, el partido de Abascal se presenta como guardián del orden constitucional mientras cuestiona pilares esenciales como el reparto territorial del poder, la neutralidad institucional, la independencia judicial o la propia legitimidad de los gobiernos que no controla. Su patriotismo se articula por exclusión: hay españoles auténticos —los suyos— y otros sospechosos, tibios, anti-patrias o “enemigos internos”. Y esa división no es una anomalía, sino una pieza estructural del discurso de las extremas derechas europeas. Lo vimos con Le Pen en Francia, Meloni en Italia o la AfD en Alemania: un patriotismo identitario que exige homogeneidad cultural, política y moral.
En España, la extrema derecha asienta este marco sobre la idea de una nación única e inquebrantable. La existencia de proyectos soberanistas —sean independentistas o simplemente autonomistas— se presenta como amenaza existencial. No es casual que reduzcan cualquier diferencia territorial a un acto de deslealtad. Su proyecto constitucional no admite la plurinacionalidad, pero tampoco la diversidad cultural o lingüística. La España de Vox es un país uniforme donde la pluralidad no se protege: se combate.
Los datos del Centro de Investigaciones Sociológicas ayudan a comprender la profundidad de este marco emocional. En el barómetro de octubre, el 61% de los votantes de Vox afirma que el sistema democrático actual es peor o mucho peor que la dictadura franquista. Esta cifra, escandalosa en una democracia consolidada, no es una anécdota ni un desliz: es el síntoma de un relato político que necesita degradar la confianza en las instituciones para sostenerse. Un proyecto que se reivindica constitucional mientras parte de sus bases considera que la democracia española es inferior a una dictadura.
Esta deriva no es nueva. Vox ha cuestionado resultados electorales, ha acusado a funcionarios de parcialidad, ha denunciado conspiraciones imaginarias y ha alimentado la idea de que España vive en un estado de emergencia permanente. La estrategia es clara: erosionar la confianza en las reglas del juego mientras se exige su cumplimiento solo para los adversarios. Su constitucionalismo es declarativo, pero su práctica política es profundamente iliberal.
Su interpretación del artículo 14, por ejemplo, reduce la igualdad a una neutralidad abstracta que ignora desigualdades reales. Rechazan las leyes de igualdad y las políticas contra la violencia machista porque no encajan en su visión de un país sin discriminación estructural. Igualdad formal sin igualdad material. Una lectura que, lejos de ampliar derechos, consolida privilegios. Algo parecido ocurre con la inmigración: reclaman aplicar la ley con firmeza mientras difunden bulos, exageraciones y estigmatizaciones que vulneran derechos fundamentales y alimentan la fractura social.
Este mecanismo de apropiación constitucional ya se ha visto en Hungría, Polonia e incluso en la Italia actual. La extrema derecha reivindica la ley para vaciarla por dentro; invoca la nación para enfrentar a su propio pueblo; convierte símbolos compartidos en herramientas de exclusión. En España, la Constitución se convierte en fetiche mientras se vacía su espíritu: el pluralismo, la descentralización, la igualdad, los derechos sociales y las libertades civiles.
Pero hay un elemento diferencial en nuestro país: la propia historia democrática reciente. La Constitución fue un pacto entre diferentes, un ejercicio de reconocimiento mutuo en un país que venía de una guerra y una dictadura. Ese pacto permitió construir un Estado descentralizado, ampliar derechos, modernizar la economía, fortalecer la sociedad civil y consolidar instituciones. La España del siglo XXI —diversa, urbana, mestiza, feminista, europeísta— es hija de ese pacto. Y esa España es, para Vox, el verdadero problema: desmiente su relato de decadencia, ruptura y amenaza. Para sostenerse, necesitan un país al borde del colapso.
En un momento en el que las extremas derechas europeas avanzan —mantienen uno de cada tres gobiernos en la Unión Europea—, conviene recordar que la Constitución no es solo un texto: es un horizonte que se actualiza en el conflicto democrático. Y que su defensa exige asumir sus contradicciones, no esconderlas.
La Constitución no cabe en el país que propone Vox porque su proyecto político necesita una España más pequeña, más uniforme y más miedosa. Pero la España real —plural, abierta e imperfecta— sigue siendo más fuerte que ese relato.
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