Los reyes mueren con la corona puesta
Trapos sucios al margen, el estado de salud del rey obligaría a jubilarlo de cualquier cargo, incluso de Papa. Con 75 años, un largo historial quirúrgico y una baja médica que puede alargarse hasta seis meses, cabe dudar de su capacidad para seguir en el puesto, y su continuidad rozaría el ensañamiento. Y ello porque el tipo de reinado a que el propio rey nos ha acostumbrado no admite reposo sino que exige movimiento y visibilidad permanentes, largos viajes, inauguraciones, pasar revista a las tropas, cenas de gala, discursos, aperturas solemnes.
Que deje de esquiar, cazar y navegar es algo que podemos aguantar. Pero que deje de ser nuestro mejor embajador en el extranjero y nuestro mejor florero para las grandes ocasiones, no ha lugar. La monarquía del siglo XXI no puede encerrarse en palacio, porque la gente empezaría a preguntar dónde está el rey y qué hace. La agenda oficial es su manera de hacerse imprescindible, y si no hay agenda, nos preguntaremos para qué un rey.
Sin embargo, aunque el rey no pase ya la ITV, muchos se empeñan en que no se quite la corona hasta que haya que amortajarlo, porque lo contrario sería desnaturalizar la institución. Si por ellos fuera, el final del juancarlismo sería como el final del franquismo, con parte médico diario y todos esperando el “hecho biológico”.
Sirva como ejemplo el editorial de ayer de El Mundo, en su párrafo final: “Si hay una expresión vinculada a la Monarquía que encarna el espíritu de la institución es la que dice «el rey ha muerto. ¡Viva el rey!». Lo deseable es que el nuestro muera con la corona sobre su cabeza.”
El problema es que antes los reyes se morían a tiempo. Había guerras, enfermedades sin tratamiento, envenenamientos y puñaladas en palacio. Pero hoy los reyes, como los papas y como cualquiera, se hacen viejos, y la medicina puede mantenerlos vivos mucho más allá de su capacidad razonable para ejercer el cargo.
Frente a esos puristas de la corona vitalicia, están los también monárquicos que sugieren la abdicación como una forma de pasar el bache actual y dar un nuevo aire a la monarquía con la figura del príncipe, al que desde hace tiempo nos venden como un rey del siglo XXI, joven, moderno, preparado, sencillo, conectado con las inquietudes de su generación…
Haya o no abdicación, la corona se enfrenta a su momento más crítico: el final del reinado, que es cuando todo lo que la monarquía tiene de impresentable se hace visible. Que el relevo de un jefe de Estado deteriorado dependa únicamente de su santa voluntad sin que los ciudadanos tengamos nada que decir; y que la abdicación o la muerte del titular sólo permitan transmitir la jefatura de Estado a una persona, no la más capaz ni la elegida por la mayoría, sino aquella cuyo único merito es ser “hijo de”; visibilizan que la monarquía es anacrónica y antidemocrática.
Yo, como republicano, rechazo la abdicación por la misma razón que rechazo la sucesión en Felipe. Estoy de acuerdo con El Mundo, a mí no me vengan con moderneces: si quieren rey, que sea rey con todas las consecuencias, incluido el cargo vitalicio hasta su último suspiro. Si se desgasta por la corrupción propia o ajena, o se deteriora físicamente, esto es lo que hay, gajes del oficio.
Cada vez que oigo que quieren “modernizar” la monarquía me da la risa por el oxímoron: ni igualdad de hombres y mujeres, ni transparencia, ni abdicación; la monarquía es un residuo del pasado, y cualquier intento de hacerla “moderna” acaba sacando a la luz su pecado original, que en el caso de la española es doble: por ser hereditaria, y por haber sido colocada por un dictador, aquel que nos tuvo hasta el último minuto pendientes del parte médico y murió con la gorra puesta.