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El desaguisado eléctrico debería llevar a la dimisión de Rajoy

Carlos Elordi

En el momento en que se redacta este artículo, se desconoce cuánto va a subir la luz en enero del año que viene. No hay antecedentes de la decisión de invalidar la subasta eléctrica del jueves que acaba de tomar el Gobierno –que, en la práctica, es una intervención del mercado eléctrico por parte del Ejecutivo– y, por lo tanto, no se saben los criterios que éste aplicará para fijar los nuevos precios.

Tan sólo la existencia de esa incógnita confirma que la gestión gubernamental en esta materia ha sido un desastre. Pero los errores, contradicciones, peleas entre ministerios y sinsentidos que la han precedido la habían convertido en un resultado inevitable. Lo increíble es que Rajoy no hiciera algo, y ya hace semanas, para parar ese desaguisado. Manteniéndose al margen hasta que el asunto le ha estallado en las manos, el presidente se ha convertido en el mayor responsable de lo que ha ocurrido.

Primero, por no haber abordado, y desde el momento mismo en que llegó al Gobierno, una reforma profunda de los mecanismos de fijación de las tarifas y, en general, del mercado eléctrico, que desde los ámbitos más diversos se viene reclamando desde hace años. Pero Rajoy no estuvo nunca por la labor. En sus planes no figuró en ningún momento torcer el brazo a las compañías eléctricas –y a los poderes financieros, españoles y extranjeros que están tras ellas– y que gracias al laxismo del Gobierno son algunas de las más rentables de Europa.

Dejó hacer y que los precios de la luz subieran sin mayores cortapisas: sólo en 2013 lo han hecho en un 11%, cuando el PIB ha caído no menos del 1,4%, la demanda de electricidad aún más y el IPC ha terminado casi plano (lo cual, además, hace pensar que el riesgo de deflación debe de ser mucho más serio de lo que se dice, porque sólo una caída de precios importante en los demás sectores ha podido compensar el efecto estadístico del “tarifazo” eléctrico).

Y ese absurdo se ha producido, entre otras cosas, gracias a subastas como la de este jueves, sobre cuyos resultados ningún ministro protestó hasta ahora, y que son manejadas por bancos como Morgan Stanley, Goldman Sachs o el Deutsche Bank, que son los principales ofertantes de la energía que compran las eléctricas en ese mecanismo infernal que hace mucho que debería de haber dejado de existir.

Otro aspecto fundamental del problema que el Gobierno ha evitado modificar –como tampoco lo hizo el anterior– es lo que en la jerga del sector se llama el “déficit tarifario”, un concepto que da por hecho que las eléctricas cobran en los recibos menos de lo que les cuesta la energía que producen porque, además de compensar sus costes, tienen que amortizar las inversiones que han hecho en el pasado para aumentar la capacidad instalada.

Desde hace años, el dinero público, mediante los presupuestos o por otras vías, ha venido cubriendo esas diferencias –cuyo monto venía fijado, a la postre, por las propias eléctricas– permitiendo que su negocio fuera bastante más rentable de lo que la crisis económica habría permitido, que siguieran repartiendo beneficios –este jueves mismo, coincidiendo con la polémica subasta, Endesa anunciaba un dividendo récord en varios años– y posibilitando sus compras de empresas en el extranjero, sobre todo en Latinoamérica, y las inversiones que las harían más rentables.

Ese enjuague había funcionado siempre sin problemas. Pero hace unas semanas estalló. El ministro de Industria se había comprometido con las eléctricas, y con los bancos, a que el Estado pondría los 3.600 millones del déficit de tarifa que habría de cubrirse antes del 1 de enero. A cambio de ello, la subida del recibo sería sólo del 2%. Pero en un acto incomprensible en un Gobierno coordinado, el ministro de Hacienda dijo que no, que no se podía aumentar más el déficit público. Y Rajoy no abrió la boca, como si la cosa no fuera con él. De la trifulca entre ambos ministerios resultó que los 3.600 millones se cubrirían mediante un pago diferido durante 14 años y que aunque, a la postre, correría a cargo del erario público, privaba a las eléctricas de un dinero con el que contaban para ya mismo.

La venganza por tal desplante fue la subasta del jueves, en la que el precio de la energía que se puso a la venta –sobre todo a cargo de los citados bancos extranjeros– subió más del 26%. Como ese porcentaje –que afecta al 40% de la energía que entra en la red– debe compensarse con el aumento que el Gobierno fija para el restante 60% –el llamado “peaje”– , que Soria estableció en un 2%, el resultado final era que la luz iba a subir no menos de un 11% a partir del recibo de enero.

Entonces, y por primera vez, habló Rajoy. Para decir que eso no iba a ocurrir. Y, por el momento, no ha ocurrido. Pero, además de que las eléctricas aún no han pronunciado su última palabra –y parece que tienen argumentos jurídicos para que sus posiciones ganen en los tribunales–, todo indica que el Gobierno carece de una estrategia alternativa para la fijación del precio de la electricidad. Que no ha tenido más remedio que dar un golpe en la mesa porque el ministro Soria había hecho el ridículo y porque ese 11% de subida no sólo hundiría la popularidad de Rajoy y del Gobierno aún más de lo que está, sino que propinaría un golpe adicional terrible a las posibilidades de recuperación de la economía productiva. Pero que ahora no sabe por dónde tirar.

En un país normal, un desastre como este podría llevar hasta a la dimisión del presidente del Gobierno. Nada indica que algo parecido pueda ocurrir en el nuestro. Pero el vaso se está colmando. En menos de dos años, Rajoy ha cometido demasiadas ineptitudes. Y no sólo la economía no levanta cabeza –la morosidad bancaria supera ya el 13%–, sino que este Gobierno empieza a cabrear a los poderosos. Cuando menos, a algunos.

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