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¿Hacia una guerra civil en Estados Unidos?

Un partidario de Trump en el interior del Capitolio

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Lo que ocurrió el miércoles en Washington es el momento más alto y dramático de un proceso que empezó hace tiempo. Pero, ni mucho menos es su culminación. En los 13 días que faltan hasta la toma de posesión de Joe Biden pueden ocurrir muchas cosas. Aunque todo indica que el relevo se producirá, con mayor o menor tensión. Lo imprevisible es lo que vendrá después en un país dividido en dos partes casi iguales. Una de ellas ha decidido pasar a la ofensiva sin miramientos. Y tiene un líder, Donald Trump, dispuesto a todo. La otra, por ahora, solo puede aprestarse a resistir.

En Estados Unidos no sólo hay decenas de millones de ciudadanos que poseen armas, sino que otros muchísimos tienen instrucción y/o experiencia militar. Unos cuantos de ellos estaban entre quienes han asaltado el Capitolio. No pocos lucían partes de uniformes militares, algunos de la Guardia Nacional del estado del que procedían.

En más una manifestación de apoyo a Trump de las últimas semanas se ha escuchado decir que si no se conseguía el objetivo por medios pacíficos habría que usar esas armas. Ese es un peligro real que los nuevos gobernantes tienen que tener muy en cuenta.

Aunque la prudencia ha sido la nota dominante en las manifestaciones de rechazo al asalto instigado por Trump, en algunas de ellas se ha colado el término “guerra civil”. Porque existe un precedente que todavía sobrevuela sobre la conciencia nacional. En dos sentidos opuestos: el del repudio hacia el levantamiento de los estados del Sur hace 150 años y el de la simpatía con ese precedente terrible. 

No en vano en esos mismos estados, que a veces parecen casi tan rebeldes antes como ahora, se sigue alzando la bandera de los confederados tanto como la de los Estados Unidos. Todo indica que a muchos de sus habitantes no les importaría repetir la experiencia. Si las circunstancias les fueran favorables.

Y, vista fríamente, la situación actual no es mala para el colectivo que hasta hoy ha apoyado a Donald Trump. Primero, es más numeroso que nunca, más de 70 millones de votantes. Segundo, está más enfervorizado que nunca. Se cree a pies juntillas que les han robado la elección. Habrá que ver qué impacto tienen en ese colectivo tan amplio las imágenes del asalto al Capitolio, la vulneración de un símbolo institucional que los estadounidenses valoran desde niños.

Puede que eso haya generado malestar, que no pocos hayan pensado que se ha ido demasiado lejos. Pero por todo lo que vienen contando los especialistas desde hace ya unos cuantos años, el mundo de Trump tiene convicciones demasiado firmes como para verse afectado sustancialmente por ese inconveniente.

La idea inicial de Joe Biden y de su equipo era que, desde la presidencia, con acciones muy pensadas para ese mundo y sin ningún afán de venganza, se podía ir desactivando a buena parte de ese colectivo. Dando el golpe de mano del miércoles, Trump ha generado serias dudas sobre el éxito que pueda tener esa línea de actuación. Al menos a corto e incluso a medio plazo. Porque el que se baje ahora del carro de los fanáticos corre el riesgo de ser llamado traidor. Y por sus propios vecinos.

Mike Pence, el vicepresidente que en el último minuto ha decidido distanciarse de Trump, negándose a obedecer la orden de no reconocer la victoria de Biden que le había dado el presidente, ya se ha merecido ese calificativo. Lo mismo les ha ocurrido a otros dirigentes republicanos que se han bajado del carro a última hora, tras años de complicidad, por cobardía o por cálculo, con las barbaridades del presidente.

La atención de los observadores está puesta en comprobar hasta qué punto esas deserciones son el inicio de un proceso que terminará por arrastrar a lo sustancial del Partido Republicano. Tal y como está ahora la cosa, no parece que eso vaya a ocurrir. Habrá quien dé el paso, pero probablemente la mayoría de los cuadros del partido se negará a repudiar a Donald Trump.

Y fundamentalmente por una razón. Porque su supervivencia política depende de sus electores. Y estos, al menos por ahora, siguen con Trump y con el rechazo fanático de todo lo que tenga que ver con el partido demócrata y lo que para ellos significa: desde la atención a los más pobres a las libertades civiles conquistadas en las últimas décadas, entre ellas las de la población negra: los ocho años de Barack Obama supusieron para la América racista, que es muy grande, una afrenta terrible y seguramente ahí está el origen de la movilización que ha logrado Donald Trump. Tanto o más que los efectos que la crisis económica de 2008 ha tenido sobre las clases medias tradicionales y la América profunda.

Es desde ese ángulo, el de las realidades políticas de nivel inferior al que representan las instituciones centrales, donde el riesgo de un enfrentamiento civil adquiere dimensiones más preocupantes. Trump ha perdido la Casa Blanca y ese es un dato muy importante. Pero los trumpistas siguen mandando en no pocos estados y en ellos cuentan con todos los atributos del poder en un sistema federal, entre ellos el control de la Guardia Nacional y de la policía.

El riesgo de que alguno de esos estados se declare en rebeldía es real. Puede que figure en los planes que Trump ha trazado y de los que el asalto al Capitolio seguramente no ha sido sino el primer paso.

Joe Biden lo tiene difícil. Sus primeros tiempos en la Casa Blanca, ¿cómo de largos?, van a ser duros y llenos de sinsabores. El futuro de los Estados Unidos de Norteamérica y de su democracia es hoy por hoy una incógnita.

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