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Ley y justicia. Despidos por COVID

Fachada del Tribunal Supremo en Madrid.

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Una reciente sentencia del Tribunal Supremo, del 19 de octubre pasado, ha determinado que un despido objetivo asociado a la pandemia y sin causa acreditada –pero podría haberlo sido con causa en la pandemia- es improcedente y no nulo. Lo que se ha argumentado sobre la base de que el despido que contradice lo previsto en el art. 2 del Real Decreto-ley 9/2020 no debe ser calificado como nulo –salvo que concurra una concreta causa de nulidad por vulneración de un derecho fundamental, al margen de la aplicación del dicho RDL-. El Tribunal Supremo sostiene que ni la norma a aplicar contiene una verdadera prohibición ni las consecuencias de que haya un despido fraudulento comportan su nulidad, salvo previsión normativa expresa en tal sentido. Y, con tales poderosos argumentos, estima el recurso de una empresa frente a una sentencia del Tribunal Superior de Justicia (TSJ) del País Vasco que había declarado la nulidad del despido enjuiciado.

Noticia que ha saltado a varios -muchos– medios de comunicación. Medios que, en algunos casos, han resaltado que el Tribunal Supremo ha dado un varapalo al –aquí ya depende del medio y de su objetivo– presidente Sánchez, la vicepresidenta Díaz, una servidora en su condición de presidenta del TSJ del País Vasco y, por supuesto, toda su Sala de lo Social.

Ya pueden ustedes considerar mi respeto a las críticas vertidas desde los distintos medios de comunicación, como en el resto de ocasiones en que nuestras resoluciones son objeto de conocimiento y debate público. Faltaba más.

Escribo estas líneas sin ninguna acritud –menos aun respecto de la Sala de lo Social del Tribunal Supremo, a la que respeto al máximo-, sin ánimo de polemizar -incluso respecto a los medios que lo hacen sin límite alguno-, y, siempre, con la intención de clarificar, si hace falta, cuestiones jurídicas de actualidad y que afectan de manera directa e intensa a un buen número de personas trabajadoras.

El debate es relativamente sencillo de expresar. Así lo voy a intentar, al menos. Ahí voy.

El artículo 2 del RDL 9/2020 – luego Ley 3/2021- tiene el siguiente tenor: “La fuerza mayor y las causas económicas, técnicas, organizativas y de producción en las que se amparan las medidas de suspensión de contratos y reducción de jornada previstas en los artículos 22 y 23 del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, no se podrán entender como justificativas de la extinción del contrato de trabajo ni del despido”.

Esto es lo que había de interpretarse. O sea, si los despidos en pandemia basados en causas que habían podido amparar –y/o, de hecho, ampararon- los archifamosos ERTE debían ser declarados nulos o improcedentes. Distinción no baladí, dado que, en el caso de nulidad, la persona trabajadora debe ser readmitida con abono de los salarios que dejó de percibir desde el despido, en tanto que, en el caso de improcedencia, con carácter general, la empresa decide si readmite a la persona trabajadora o si le abona una indemnización de –ahora– 33 días de salario por año de servicio, sin que se le paguen los salarios del tiempo no trabajado tras el despido.

Desde el primer minuto tras la aprobación de la norma antedicha surgió el debate sobre cómo habría de calificarse el despido operado contra dicha previsión, en los términos expresados.

Hubo Juzgados de lo Social y Tribunales Superiores de Justicia que, en un sentido absolutamente mayoritario, ciertamente, entendieron que -muy resumidamente expresado-, dado que la norma establece que determinadas situaciones no podrán considerarse como causa del despido, y la empresa alega precisamente esas situaciones, está llevando a cabo un despido sin causa, y por tanto no ajustado a derecho, o improcedente, pero no nulo, todo ello según la doctrina jurisprudencial vigente hasta entonces.

Ahora bien, la Sala de lo Social del TSJ del País Vasco, y, en parte, la de Asturias concluyeron en sentido distinto y entendieron que el despido así operado debía ser calificado como nulo y no como improcedente. Lo que se decidió con base en los siguientes argumentos –muy sucintamente expresados-:

-Que nos hallamos ante una normativa excepcional en una situación única e imprevisible y que estas normas han de ser interpretadas en este contexto excepcional en la pandemia, para lo que se ha de prescindir de su operativa habitual y desenvolverlas en la nueva circunstancia a la que se ha pretendido atender.

-Que la idea básica es que esta situación de pandemia no suponga destrucción de empleo, tal como la Exposición de Motivos del RDL discutido argumenta.

-Que solamente la declaración de la nulidad del despido se acomoda a esa previsión de mantener el empleo y la situación previa a la pandemia, ya que la declaración de despido improcedente supondría una quiebra de la misma norma, dejándola sin contenido eficaz, al indemnizar la extinción de los contratos de trabajo pero no garantizar su mantenimiento.

Bueno, pues este debate, conocido desde el primer minuto de vigencia de la norma controvertida, pudo haber sido zanjado por el propio Gobierno, padre y autor de la misma. No ha sido así, sin embargo. Al contrario, ha habido expresiones de miembros del Ejecutivo –léase ministra de Trabajo- “aplaudiendo” en Twitter alguna sentencia de nuestra sala declarando la nulidad del despido, lo que no deja de ser reconfortante. Pero ni juezas/ces ni, menos aun, la ciudadanía necesita ese reconocimiento, sino una actuación en el BOE, que es lo que, sin duda, reflejaría la tan traída y llevada “soberanía popular”. O sea, que el Gobierno que dictó la norma controvertida bien podía -y debía- haber determinado si el despido en cuestión debía haber sido calificado de nulo o de improcedente. Determinación a la que, faltaba más, habríamos respondido a pies juntillas. Pero se dejó hacer, en una ambigüedad incomprensible, aunque tal vez útil políticamente. Ambigüedad absolutamente inaceptable si hubiera sido consciente -aunque lo ignoro absolutamente- y si la decisión del Tribunal Supremo hubiera sido, en su caso, contraria al espíritu de la norma y a los objetivos del Gobierno -lo que no prejuzgo en modo alguno-.

Lo dicho: si no se quiere fiar todo a los tribunales, cuando sea posible –y en este caso lo era-, háganse normas lo más claras y precisas que se pueda. Lo agradecerá, sobre todo, la ciudadanía. 

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