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...Y con el mazo dando

El líder del Partido Popular, Pablo Casado. EFE/Fernando Alvarado/Archivo

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La exministra de Sanidad Ana Pastor, del PP, se preguntaba el martes pasado en Twitter: “¿Quién va a dar explicaciones convincentes de porqué (sic) se ha vacunado un porcentaje tan bajo en nuestro país? Las tiene que dar el ministro de Sanidad en el Parlamento con urgencia. Seguimos en pandemia y él es el responsable”. 

Ignoro si la exministra sigue la cuenta del jefe de su partido, pero por lo visto no leyó el tuit que Pablo Casado había subido apenas una semana antes, en el que decía: “El inicio de la vacunación contra el COVID es una gran noticia para superar pronto la pandemia. La UE coordina su adquisición, las CCAA la administran y el Gobierno debe garantizar su distribución equitativa sin propaganda para atribuirse un éxito que su nefasta gestión no merece”.

Este episodio es apenas un ejemplo de lo que ha sido la actitud del principal partido de la oposición a lo largo de la peor catástrofe sanitaria que ha afrontado España en su historia reciente. Un día acusan al presidente del Gobierno de eludir sus responsabilidades frente a la pandemia, al otro lo recriminan por excederse en sus atribuciones; un día lo tachan de dictador por ordenar el confinamiento, al otro lo critican por delegar la iniciativa a las comunidades; un día le exige Casado que limite su papel al de agente distribuidor de vacunas y no intente capitalizar políticamente el proceso de inmunización, al otro lo emplaza Pastor a explicar en sede parlamentaria por qué el plan de vacunación no avanza al ritmo esperado. Lo único que importa al PP es hostigar al Gobierno, intentar minarlo mediante la creación de una atmósfera política irrespirable, sin la menor consideración a los más de 50 mil fallecidos por el coronavirus y a los 47 millones de ciudadanos que lo único que esperan es ver algún rayo de luz al final del túnel azaroso en que deambulan desde hace casi un año.

El Gobierno central ha cometido, sin duda, errores en la gestión de la pandemia. Viendo ahora las cosas con perspectiva, no se debieron autorizar, por ejemplo, aquellas concentraciones del 8-M cuando ya sonaban con ruido las alarmas sobre la capacidad contagiosa del virus. Pero solo desde la desfachatez más absoluta puede el PP seguir aireando aquel episodio como prueba de la irresponsabilidad de Sánchez y, al mismo tiempo, promover o facilitar eventos multitudinarios cuando ya se conocen en toda su magnitud los efectos devastadores del coronavirus. Basta recordar el cierre del hospital de campaña de Ifema, en mayo de 2020, un acto presidido por Isabel Díaz Ayuso que se desbordó de asistentes y se vulneraron las medidas de seguridad sanitaria. O la autorización, en diciembre, de un concierto de Raphael en Madrid, que, si bien cumplió con las normas de aforo, no fue el mensaje más pedagógico a una población a la que se está pidiendo restringir al máximo su actividad social en pleno rebrote de la pandemia.

En mi opinión, Sánchez no ha pecado por exceso, como unas veces critica el PP, sino por defecto, como otras veces critica el PP. Es cierto que las comunidades tienen trasferidas las competencias en sanidad, pero el Ejecutivo central dispone de herramientas legales para desempeñar un papel mucho más activo en la estrategia contra la pandemia e, incluso, para dar un golpe de autoridad cuando hay conato de rebeldía en la aplicación de medidas de urgencia. No lo ha hecho, por razones que seguramente obedecen a la política de letra pequeña: para neutralizar los ataques furibundos del PP –“¿No queríais gestionar la crisis? ¡Pues ahí os lo dejo, a ver cómo lo hacéis!”, vino a decirles- y para evitar conflictos con los barones socialistas.

Las consecuencias de esta falta de unidad ante la tragedia saltan a la vista: desescalamientos nefastos en verano y en las fiestas de fin de año, mensajes contradictorios a la población y una falta inquietante de ejemplaridad pública, tan necesaria en tiempos de zozobra. Los ciudadanos están hasta la coronilla de esta peligrosa infantilización de la política: la prueba es que, con independencia de sus diferencias ideológicas, en el último barómetro del CIS coincidieron en incluir a los políticos entre los tres mayores problemas del país, junto a la economía y la pandemia. 

Lo que no se puede, por honestidad intelectual, es atribuir el mismo grado de responsabilidad al Gobierno que a la oposición. Desde el instante en que el mundo tomó conciencia de la gravedad del coronavirus, el PP vio en la pandemia un arma de destrucción selectiva contra Sánchez y su socio Iglesias. A diferencia de los partidos de oposición en muchos otros países, la derecha española no ha tenido nunca una voluntad sincera de arrimar el hombro ante la catástrofe, más allá de haber aprobado a regañadientes un par de prórrogas del estado de alarma. Las zancadillas al Gobierno han sido incesantes tanto desde la dirección nacional del PP como desde el gobierno de la comunidad de Madrid, que se ha convertido en el mascarón de proa territorial dentro de la ofensiva conservadora para sacar como sea a Sánchez de la Moncloa.

El plan de vacunación es el capítulo más reciente de esa deslealtad institucional en un momento tan crucial para España. Hasta el cierre de esta columna, Madrid se encontraba a la zaga en vacunaciones –apenas un 6%, frente al 100% de Asturias, según su presidente–, pese a haber recibido del Ejecutivo central el número apropiado de dosis. Quien tiene que explicar este desfase no es tanto el presidente Sánchez –que también- como la presidenta madrileña Ayuso. Pero esta, en vez de rendir cuentas por semejante rezago, que incluso podría poner en riesgo la eficacia de la inmunización según advierten las compañías farmacéuticas, lo que hace, en un reconocimiento implícito de la negligencia de su gobierno en materia sanitaria, es privatizar a las carreras el plan de vacunación mediante la adjudicación de un contrato a dedo a la Cruz Roja. Mientras, desde la dirección de su partido exigen a Sánchez, según los vaivenes de la meteorología política, que hable o que calle, que actúe o que se quede quieto, que dimita o que gobierne.

Cuando esta pesadilla amaine, ya habría tiempo para hacer una valoración más serena sobre la gestión de la pandemia por las distintas administraciones. Habrá que hablar, por ejemplo, sobre lo ocurrido en las residencias de Madrid y de las instrucciones que se impartieron sobre la atención a los ancianos. Habrá que discutir sobre las consecuencias que ha tenido el desmantelamiento de la sanidad pública en algunos territorios gobernados por el PP. Y habrá que debatir, por supuesto, por qué España solo destina a la sanidad pública 1.626 euros por habitante, frente a los 3.913 euros en Alemania o los 3.319 en Francia. Pero todo eso puede esperar frente a la brutal acometida de la tercera ola.

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