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¿Nostalgia del confinamiento?

Un niño entreteniéndose con aviones de papel en su balcón durante el estado de alarma. EFE/Toni Galán/ Archivo

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Perdonen que hoy no escriba sobre la oh, ah, uh, apasionante vida política madrileña, es decir española, es decir madrileña, y coja un desvío para observar un curioso fenómeno que me ha llamado la atención estos días: el recuerdo endulzado del confinamiento, al cumplirse justo un año del primer estado de alarma. La cantidad de gente (yo mismo, venga), que al recuperar las imágenes y sonidos de aquellos días en los numerosos especiales informativos, no ha sentido horror ni tristeza, sino un pellizco de lo que podríamos llamar “nostalgia del confinamiento”.

¿Os ha pasado también que al ver de nuevo en la tele las calles desiertas y los aplausos en los balcones, al oír otra vez el mensaje del presidente del Gobierno y recordar qué estabais haciendo aquel histórico día, se os ha escapado una sonrisilla que hasta os ha hecho sentir mal, como si estuvierais menospreciando los muertos y la ruina económica? ¿Os avergüenza reconocer que echáis de menos un poquito, bastante, mucho, aquellos días en que nos encerraron en casa?

Nos pasó ya en verano, al poco de salir del confinamiento: de pronto echábamos de menos el encierro, no queríamos salir, volver al mundo; y no era el tontorrón síndrome de la cabaña. Volvió a pasar antes de navidad, cuando sonaba el runrún de un posible segundo confinamiento y había quien parecía no temerlo sino desearlo, no por evitar otra ola sino para quedarse otra vez en casa y recuperar las sensaciones del primer encierro.

Es normal, no os sintáis mal. Toda vivencia pasada se acaba reelaborando en nostalgia, por traumática que haya sido. Les pasó a los alemanes orientales (Ostalgie), a muchos ex yugoslavos (Yugonostalgia), y hasta a algunos antifranquistas (“contra Franco vivíamos mejor...”). Pero además vivimos en tiempos hipernostálgicos, de retrovisor permanente: apenas hemos agotado el merchandising de los ochenta cuando ya estamos revisitando los noventa, que acabaremos encontrando encantadores (spoiler: fueron un horror).

Cuanto más intenso vivimos un pasado, mayor es la nostalgia; y el confinamiento de primavera fue una vivencia de una intensidad, individual y colectiva, como hemos conocido pocas. Así que ya os aviso que esta nostalgia del confinamiento va a ir a más. Si al cumplirse un año nos ha dado ese pellizco, no os digo nada cuando conmemoremos diez años, lo habremos mitificado a lo loco, será el repertorio de batallitas de nuestra generación.

Pero claro, toda nostalgia se basa en la falsificación del pasado, en una memoria muy selectiva. Como les pasa a las parturientas, recordamos con cariño todo lo bonito y olvidamos el dolor. De hecho, creemos que echamos de menos el confinamiento, y en realidad solo echamos de menos las dos primeras semanas: cuando todo era nuevo, inédito, excepcional, histórico; cuando más excitada estuvo nuestra imaginación e inteligencia colectiva, cuando parecía posible parar el mundo y bajarnos de él sin que todo descarrilase. Cuando las canciones y los memes eran todos nuevos, y las ciudades hermosas sin gente; cuando éramos inocentes y nos decíamos protagonistas de un acontecimiento histórico, ¡nos estaba pasando a nosotros! Cuando vivíamos en la ilusión de estar todos a una, aparcada incluso la discusión política, todos detrás del gobierno, del presidente, del ministro, de Fernando Simón. Cuando en la más absoluta incertidumbre nos sentíamos sin embargo seguros, unidos, fuertes.

Luego pasaron los días, empezamos a ver que aquello iba para largo, y todo empezó a deteriorarse, a aflojar los aplausos, a notarse las diferencias entre unas casas y otras, y regresó la bronca política, y salieron los insolidarios y los conspiranoicos y los cacerolos, y ya todos los chistes estaban hechos, y podíamos salir a la calle pero sin recuperar la vida anterior, y vino la agotadora nueva normalidad, y el abrir-cerrar de cada ola, y salvar la navidad, y el jaleo autonómico con las restricciones, todo ello con varios cientos de muertos diarios durante meses y cada vez más gente en la cuneta.

Si hoy echamos de menos un poquito, bastante o mucho el confinamiento de marzo, es por todo lo que vino después. Porque sentimos que hemos ido a peor. Porque en aquellos días, encerrados en casa, todavía era posible creer que duraría unas semanas y luego la vida seguiría. Porque incluso nos creímos que sería un antes y un después, una oportunidad para repensarlo todo, reordenar las prioridades, las sociales y las personales. Hasta nos iba a hacer mejores, acuérdate.

La nostalgia del confinamiento es, como toda nostalgia, una forma de rechazar el presente, de huir del mismo. Preferir aquella incertidumbre controlada frente a la interminable inseguridad en que hoy vivimos. Refugiarnos en el recuerdo de aquel paréntesis, aquel tiempo sin futuro por estar en pausa, frente a este presente continuo al que no le cabe ni la idea de futuro. Volver a aquellos días que recordamos limpios, en contraste con este lodazal en que ha vuelto a convertirse nuestra vida política, este malgastar tiempo, energías y recursos que deberíamos estar dedicando a vacunar por tierra, mar y aire, y a proteger a los muchos vulnerables que nos está dejando la pandemia...

Cuidado, que toda nostalgia acaba convertida en trampa, arenas movedizas, parálisis. No pasa nada por recordar con cariño el confinamiento, incluso echarlo de menos un poquito, bastante, mucho. Te puedes hacer una camiseta de recuerdo, pero no te quedes a vivir en él. Toca remangarse, hay mucho por hacer. Venga.

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