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Los porno libros del PP

Niños en una biblioteca en una imagen de archivo.

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La maldición de los que no leen es que deben conformarse con la vida

Houellebecq

Veo a una niña de 7 años a lo sumo, en un estío tenaz, con verano y tiempo por delante y el veneno de los libros ya en la sangre. Una niña de finales de los 60 engarfiada a Enyd Blyton y a Verne y con lo que fuera que se pudiera echar a los ojos y la imaginación. La paga no daba para el ritmo y ni los trucos más ocurrentes para conseguir pesetas –un libro infantil y juvenil debía costar 15 pesetas– funcionaban todos los días, así que la niña se acercaba a la Librería Maiso, en la calle General Franco de Logroño, a engolosinarse en los escaparates y, con un poco de desparpajo, en las propias estanterías del interior. Ver los libros, aún de lejos, era una especie de promesa dilatada que ayudaba a sobrellevar la espera. La Maiso la regentaban dos hermanas con una bata guardapolvo azul de Vergara y las gafas colgando de una cadenita sobre el pecho, solteronas según la nomenclatura de la oscura época, que contemplaban con interés y luego con ternura a la niña que no podía separarse de aquel paraíso de golosinas hechas de letras y de papel. Hasta que un día le ofrendaron a la niña la posibilidad de leer en la propia librería, sentada en una escalerita de tres peldaños que tenían para alcanzar la zona alta, y dejar una mini señal en el libro hasta el día siguiente. La niña era cuidadosa y los libros quedaban intocados, sin otra mácula que los ojos que ya habían recorrido sus líneas y que los futuros compradores no podrían intuir. 

Esos ojos eran los míos y esa niña con trenzas era yo. 

Además de una imagen, lo que me ha asaltado es esa sensación de paraíso secreto y de libertad –a la librería iba yo sola, entonces los niños podíamos explorar un cierto entorno– cuando he leído el artículo que en este medio firmaba Diego Casado. Puede que no hayan reparado, es una cosa de Almeida y de Madrid, pero me ha parecido tan relevante que creo que su reflexión se merece un domingo de julio como este. Les resumo: el Ayuntamiento de Madrid ha decidido recientemente que los niños de 8 años, que hasta ahora estaban habilitados para entrar en sus bibliotecas, ya no puedan hacerlo sin compañía de un adulto y han elevado la edad hasta los 11. Dicen que lo hacen “por seguridad”, por si los niños “exploran el centro para divertirse sin que sus progenitores lo sepan”. ¿Se puede ser más melón? ¿Puede haber mayor demostración de ranciedad, de restricción absurda, de cortedad de miras? ¿Y qué peligro hay en que los niños se diviertan explorando una biblioteca? No respondan sin pensar, las bibliotecas tienen salas de lectura específicas infantiles y juveniles, no se trata de que molesten a los adultos. Y aun si así fuera. Explorar una biblioteca, vaya pecado, es que lo oigo y se me licúa la morriña de una infancia feliz, como seguro que a muchos de ustedes. Yo exploraba también la biblioteca de mi casa. Así llegué a ver a esa edad uno de los libros que mi padre traía escondidos desde París en el forro de la maleta –y sí, yo sabía que había libros prohibidos en España– en el que por primera vez vi imágenes de los campos de concentración nazi y de los cuerpos exánimes amontonados y de aquellos esqueletos que andaban hacia sus liberadores [Los olvidados. Los exiliados españoles en la II Guerra Mundial. Antonio Vilanova. Ruedo Ibérico (1969)] Ahora es mío, lo heredé. Me marcó, ya se lo digo. Nunca he podido ver ni en ficción torturas o tratos degradantes. ¿Tuvo algo de malo que me marcara? ¿Fue terrible que leyera el Informe Hite a escondidas? Nada grave. Pero yo tenía amiguitos y amiguitas en cuyas casas no había estanterías que trepar o que explorar y entonces no había bibliotecas para niños. 

Parece que la risa va por barrios y que fuentes municipales madrileñas dicen que tal regresión está pactada con la Comunidad. Me temo que pueda ser exportada. En un mundo en el que, según Save de Children, el 53% de los niños acceden por primera vez al porno en la red entre los 6 y los 12 años, los nuevos guardianes de las formas quieren asegurarse de que los niños que ven solos cómo mujeres son maltratadas y violadas no puedan explorar solos una biblioteca. Supongo que corren el gran riesgo de encontrar ideas que sus padres no hayan inculcado en su mente e incluso de admitirlas como algo probable o como poco respetable. ¿Se les ocurre mayor riesgo para un menor? 

¿Por qué tus padres siempre y hasta dónde? Me pasma esa necesidad que tienen las personas, y sobre todo las muy conservadoras, de que sus hijos sean una proyección al futuro de su propia ideología. Es castrador a la par que estúpido. No hay reacción más natural ni más plausible que la del hijo que le sale rana a unos padres dictatoriales respecto a las ideas o al estilo de vida. ¡Déjenles explorar el mundo y si el mundo les lleva a una biblioteca, bendito sea! Déjenles osar. Déjenles que se adentren solos y sin más compañía que un criterio que se ha ido formando, y el recurso a preguntarles todo y siempre, en los procelosos mares de las historias, de las vidas, de los mundos y de las ideas. ¡Ojalá el mayor problema de Almeida fueran las nubes de chiquillos que se amontonaran solos en las bibliotecas para someterlas a una exploración alegre y reverencial! 

Porque hay niños cuyos padres no les acompañarían al interior de una biblioteca ni muertos. Porque hay padres que acompañarían a los niños para imponerles su criterio. Porque los niños tienen que ir conquistando espacios de independencia funcional y también intelectual y al parecer algunos no quieren hacerlo sólo pegados a una pantalla. Porque los niños tienen derecho a ejercer sus gustos y hasta a equivocarse en ellos y una biblioteca es probablemente el espacio menos peligroso para hacerlo. 

Porque, como dijo Borges, no somos lo que escribimos, sino lo que leemos.

O en palabras de Larbaud, porque la lectura es ese vicio sin castigo.

¡Dejen que los niños se acerquen a los libros! 

Esa es la libertad que debemos darles y no la de las tabernas.

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