Para el miedo que tenemos, lo que necesitamos no es una alarma
Vino a casa un comercial de Securitas, y cuando le abrí la puerta todavía tarareaba el himno de la compañía: “O pone la alarma o no duerme, o pone la alarma o no duerme…”, marcando el ritmo con los dedos en la carpeta llena de estadísticas de delincuencia y noticias sobre sucesos violentos en nuestro barrio.
—Buenas tardes, ¿usted duerme tranquilo? –me soltó con una sonrisa.
—¿Yo? Fatal, duermo fatal desde hace tiempo –le confesé.
—No me diga más: está intranquilo, teme por la seguridad de su familia, y le gustaría protegerlos –recitó, cambiando la sonrisa por un cabeceo grave.
—Me has leído el pensamiento, es justo lo que me pasa.
Le invité a pasar, nos sentamos en el salón y se puso a contarme su rollo de alarmas, sensores, cámaras con detención de movimiento y tal. Como no me vio muy interesado, recuperó su sonrisa vendedora:
—Dígame, ¿a qué tiene miedo? ¿Asaltantes nocturnos? ¿Bandas violentas de Europa del Este? ¿Los que duermen a las víctimas, los que las golpean?
—No, no. Mis miedos son otros: a quedarme sin trabajo, cosa que puede pasar el mes que viene, ya me ha ocurrido otras veces y siempre consigo agarrar otra liana, hasta que un día me dé el batacazo. A que se retrasen en pagarme, algo habitual; o la empresa cierre y me deje sin cobrar, que también me ha pasado. A sufrir algún imprevisto que no pueda afrontar, qué sé yo, una enfermedad (soy autónomo, imagínese), un divorcio, un familiar que necesita ayuda. A que me suban el alquiler el año que viene, que toca renovar el contrato. A que mis hijas crezcan y tengan necesidades que yo no pueda cubrir, y no hablo de caprichos, sino de seguir estudiando, ya ve qué locura. A que mis ahorros sigan menguando y del colchón no queden ni los muelles. A hacerme viejo y no digo ya ser capaz de ayudar a mis hijas como mis padres me ayudaron a mí, no soy tan ambicioso: simplemente sobrevivir con lo que me quede de pensión, si queda algo. A la incertidumbre, a la jodida incertidumbre con la que vivimos. A que venga otra crisis como la de hace poco y nos pille ahora con menos músculo para resistirla. Al futuro, joder, al futuro, a este vivir sin nada firme a lo que agarrarse, este caminar sobre baldosas movedizas, que con treinta años tenía gracia, pero pasados los cuarenta es angustioso.
El comercial se quedó mudo, supuse que lamentaría haber llamado a mi puerta. Pero qué va: se aflojó la corbata, me pidió agua, y empezó a hablar. Me dijo que me entendía, que él también tenía un hijo, y lo de vender alarmas era pura incertidumbre, un mes iba muy bien y al otro no llegaba al mínimo. Que la presión y la competencia eran muy grandes, y encima se sentía mal por ir asustando a la gente, cuando en realidad a lo que todos tenemos miedo no es a los “rumanos” que entran mientras duermes, sino al final de mes, a la avería del coche por si ya no podemos pagarla, a que sigan contando con nosotros el mes que viene, el año que viene, y consigamos seguir en pie, sin dejar de correr, no sea que te pares y te quedes fuera de juego, y te caigas, y pierdas hasta tu casa, que él mismo, según me dijo, se había retrasado un par de veces con la hipoteca y temió acabar en desahucio.
Dijo “desahucio”, y eso me recordó algo: la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, lo que aprendí de ellos yendo a sus asambleas. Le conté que la gente llegaba con mucho miedo a las PAH, pero miedo de verdad, puro terror; y allí se lo quitaban. ¿Cómo? Juntas, en común, cuidándose unas a otras, haciendo fuerza colectiva para impedir tu desahucio, acompañarte a negociar con el banco, encontrarte un piso si perdías el tuyo.
Me acordé también de ASUFIN, la asociación que ha llevado la lucha colectiva al terreno de los clientes estafados por la banca, y ha conseguido que se quiten el miedo a perder el dinero, y el miedo a enfrentarse judicialmente con los todopoderosos bancos.
Me acordé de las Kellys, que se han quitado juntas el miedo a reclamar sus derechos laborales, y con ellas me acordé de los trabajadores de Coca-Cola que se quitaron juntos el miedo a quedarse sin trabajo, y tantos colectivos que se quitan el miedo así, uniendo fuerzas, defendiéndose juntos. Me acordé de muchas experiencias asociativas, vecinales o sindicales de los últimos años que han servido, si no para acabar con el miedo, sí para reconstruir formas de seguridad colectiva con las que protegernos y proteger a los nuestros pero de verdad. Sin esa seguridad en comunidad nos sentimos vulnerables, y quedamos a merced de cualquier comercial agresivo que dirija nuestro miedo hacia un objeto reconocible y nos prometa protección.
—¡Igual lo que necesitamos no es una alarma, sino juntarnos! –exclamó el vendedor, eufórico, y tras darme un abrazo salió por la puerta cambiando la letra del himno, en vez del “O pone la alarma o no duerme”, ahora era “O sumas fuerzas o no duermes”.
Pues eso. Menos alarmas anticacos, y más reconstruir seguridad y solidaridad en comunidad. Verás como así se nos empieza a quitar el miedo, los miedos, y no se lo ponemos tan fácil a los mercaderes del miedo.