El siglo de las bombillitas
Regresé a Madrid en el anochecer del pasado sábado, tras dos meses trabajando en el Sur. Al salir de la estación de Atocha, arrastrando mi troley, me sobresaltó la iluminación navideña, me deslumbró sorpresiva y desagradablemente, como si me colocaran una linterna ante los ojos en mitad del sueño. Sí, aquello me pareció exagerado, apabullante. No había una sola rama de un árbol sin su guirnalda de alegres lucecitas anunciadoras de que “está a punto de nacer un niño”.
Han pasado varios días desde aquel choque lumínico y he llegado a una conclusión provisional: cuanto más sombrío moralmente es un tiempo, más luces navideñas decoran nuestras ciudades. Mi amiga Merche Medina dice que pasa lo mismo con el pintalabios: aumenta su venta en momentos de crisis, en particular de los rojos más llamativos. Merche debe de tener razón: anoche vi en la tele un anuncio de una marca de lápices labiales llamada Snow-Kissed Holiday. Transcurre en una estación de esquí y sus colores son extremadamente ácidos y contrastados.
Igual lo de iluminar, cada vez antes y cada vez más exageradamente, las calles por Navidad es la versión actual del segundo componente de la fórmula Panem et Circences que usaban los emperadores romanos para mantener tranquila a la plebe. Como puede serlo también el derroche y la espectacularidad crecientes del lanzamiento de fuegos artificiales con cualquier pretexto, desde las fiestas patronales a la clasificación del equipo local de fútbol para un torneo europeo.
A menos luces, en el sentido que les daba la Ilustración, más bombillitas en las calles y más estrellas pirotécnicas en los cielos, tal parece ser la receta del éxito en este siglo XXI. El pueblo, la mayoría de él, adora estos espectáculos, lo sé. Les hacen olvidarse por unos instantes de sus sinsabores. Y eclipsan también la deriva de nuestras sociedades hacia el imperio de la mentira, la desigualdad y la sinrazón. Menos Siglo de las Luces, más lucecitas artificiales.
Ahora que lo pienso, los nazis ya celebraron la conquista de la Cancillería en 1933 con un espectacular desfile nocturno de antorchas por el centro de Berlín. Goebbels era bueno, muy bueno en lo suyo. Conocía el poder de fascinación del fuego, un poder hipnótico, irresistible. ¿Quién no se ha quedado colgado mirando danzar las llamas en una chimenea en una fría noche de invierno?
En su novela El orden del día, Éric Vuillard cita una carta de Walter Benjamin en la que este contaba que, tras el Anchluss, la compañía austriaca de energía decidió cortarles el suministro a los judíos porque se suicidaban preferentemente con gas y dejaban las facturas sin pagar. Y añade Vuillard: “Me pregunté si aquello era cierto o se trataba solo de una broma, una broma terrible, inventada a la luz de funestas velas. Sin embargo, poco importa que sea una broma de las más amargas o que sea real; cuando el humor tiende a tanta negrura, dice la verdad”.
Hemos vuelto a un tiempo en que el humor negro dice más verdad que las portadas de la mayoría de los medios. Y me digo que el truco de las bombillitas, funciona, claro que funciona. A su manera, los autócratas chinos, la auténtica vanguardia política de nuestro tiempo, usan también la borrachera de luces y colores para decorar sus ciudades. Una vez estuve en Shanghái y me quedé atónito contemplando esa feria que constituye el perfil de los rascacielos de Pudong, visto desde el otro lado del río Huangpu. Ya me temí entonces que por ahí fuera a ir el siglo XXI, convirtiendo a Nueva York y París en antiguallas.
Y no son solo las lucecitas. Aún no hemos entrado de veras en Navidad y servidor de ustedes ya está empachado de bizcocho almibarado. Y no me refiero a los dulces, no, que uno no es muy goloso y ni tan siquiera ahora abusa de ellos. Me refiero a lo que no puedo evitar: las sonrisas beatíficas de los presentadores de la tele, los anuncios celebrando el regreso a casa de todo quisque, las exhortaciones de Coca Cola a los buenos sentimientos, la solidaridad convertida en que compartas con alguien un décimo de lotería, las alusiones a la magia para que te gastes un pastón en regalos que los destinatarios no necesitan. Todo eso.
Ya lo contó magistralmente Berlanga en la película Plácido, con su campaña “siente un pobre a su mesa”. Aunque lo de ahora, más de seis décadas después, es más colosal y desvergonzado, querido Berlanga. No sé a ustedes, pero a mí, que ya sé que soy raro, me dan ganas de irme a pasar estas fiestas en Tombuctú.
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