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Universalismo y medievo en Ceuta

La candidata de Vox a la Presidencia de la Comunidad de Madrid, Rocío Monasterio, y el líder de la formación, Santiago Abascal, en un acto de campaña

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Ceuta ha dado la medida de muchas cosas. Sin duda, de la escasa altura ética que ilumina ciertas perspectivas políticas. El discurso nacionalista ha desvelado su verdadera moral. Guiado por una comprensión mutilada de la humanidad, ha dejado claros los límites de su visión del mundo. Una visión provinciana y pacata que no bebe del discurso universalista de la Ilustración y los derechos humanos, sino – y lo digo con todas las tetras – del medievo. Impresiona comprobar hasta qué punto esta gente sigue concibiendo la historia con los esquemas mentales de las historietas del Capitán Trueno. 

Estamos, entiendo, convencidos todos de que la división estamental de la Edad Media era injusta de raíz. Seguramente la afirmación de que nadie debe nacer “noble” ni nadie “plebeyo”, de que nadie es más que nadie, encontrará universal acuerdo. Habríamos de escarbar mucho para encontrar a alguien que defendiera hoy en público que hay privilegios que vienen con el linaje, con el apellido o con la sangre, que ciertas personas son, por herencia, mejores que otras, más nobles, y que merecen un trato privilegiado y ciertos derechos solo a ellos reservados que los demás, vasallos advenedizos, han de respetar. Ese discurso, superado cuando nos referimos a “estamentos” o “estirpes” o “linajes”, mantiene sin embargo toda su vitalidad cuando pasamos a hablar de “naciones”. Resulta, si se piensa un poco, cuanto menos extraño. Muchos entienden la frontera de su estamento y de sus privilegios ya no como un límite dinástico, marcado por la sangre, sino como uno territorial, marcado por la tierra. O por la raza, en los peores casos, aunque a mi juicio el problema hoy no es ese y los males son ahora otros: la nación (nacionalismo) y la diferencia económica (clasismo). Sin duda, dos de las dolencias políticas más dañinas que han existido jamás. Antes uno era “noble”, “aristócrata”, “vasallo” o “hidalgo”, y esa cuna que le traía al mundo le marcaba de por vida; ahora las tornas han cambiado y uno nace “español”, “indio”, senegalés“ o ”marroquí“.

Por descontado, es lo mismo, pero sorprende que algunos solo vean la injusticia en lo primero, jamás en lo segundo. Ocultas bajo el manto político de la “nación”, las arbitrariedades siguen basándose en lo mismo, el nacimiento. Redactada tras la catástrofe que supuso la Segunda Guerra Mundial, de Declaración de los Derechos Humanos concibe a los hombres como iguales en dignidad y derechos, y promulga un ideal en el que las naciones queden supeditadas a la justicia, y no al revés.

Fatalmente, no lo acabamos de ver. Una moral verdaderamente humanista ha de contraponerse a la nación, ha de ir más allá de ella. Es sintomático, en ese sentido, que buena parte de las organizaciones humanitarias que atesoran la mejor herencia ética de la humanidad lleven el apellido “sin fronteras”. Raro sería que alguien les achacara, por ello, algún tipo de tara moral, más bien al contrario. Antes de la llegada de Vox y su cruzada nacionalista contra la modernidad, esa visión era unánime, pero ellos han venido hoy a levantar la valla – física, cierto, pero sobre todo moral - de la nación frente al universalismo de los derechos.

Por encima de todo ello, sin embargo, conviene no olvidar algunas certezas. Es cierto que la nación sigue siendo el ámbito fundamental en el que se puede hacer política, la institución fundamental a la hora de gestionar lo común. Recorrer el camino que supere un mundo dividido en naciones costará tiempo, como costó tiempo superar un mundo dividido en estamentos, pero lo primero, lo fundamental, consiste siempre en tomar conciencia moral de las cosas. O aprendemos a mirar el mundo con la altura que exigen los principios que decimos abrazar, o no avanzaremos.   

Hemos progresado enormemente en apenas tres siglos de modernidad e ilustración. O eso, al menos, parecen decir, frente a agoreros y derrotistas de toda laya, los datos empíricos al respecto. Revoluciones como la francesa, la americana o la rusa, por muchas que sean las diferencias entre ellas, marcan una suerte de avance en nuestra comprensión política y moral del ser humano y de las sociedades que crea para su servicio. Romper ciertas inercias costó, en términos históricos, mucha sangre. Intereses desnudos y hermosas intenciones siguen luchando sobre el terreno de todo aquello que está por hacer. Bajo los adoquines está la playa, decían en el 68. Lo cierto es que, si está en algún lado, lo está bajo la nación, pero sobre todo más allá de la nación. El nacionalismo es un antihumanismo. 

Por lo demás, nadie estamos libres de cierta dosis de nacionalismo. O, al menos, no si queremos atender a lo político, a la realidad del mundo, y no solo a lo moral. Rastrear en las mejores tradiciones éticas del pasado nos puede ayudar a entender que la nación en la que hemos nacido y que nos ha dado forma ha de ser, necesariamente, un punto de partida, pero que no tiene que ser un punto de llegada, porque nada nos obliga a conformarnos con lo dado, y nuestra obligación moral y política es construir un mundo mejor. 

De ahí que ningún favor nos hacen, ni se hacen a sí mismos, los que contraponen la nación a la igualdad entre naciones y elevan la frontera de la exclusión y la perpetuación de las injusticias. El que es uno de los preceptos morales más hermosos de todos los tiempos, el de la hospitalidad, está escrito tanto para creyentes como para aquellos que no tienen fe pero saben que las leyes que nos damos también pueden albergar principios e ideales, y no solo normas. No es un precepto que nos divida, sino al contrario. Trata de todo aquello que, más allá de las fronteras, nos une: el hambre, el sufrimiento, el amor, la esperanza… la dicha y la congoja impenetrables de ser eso que llamamos “humanos”. Resulta perentorio recordarlo siempre, pero más en estos días. Otros, antes de nosotros, entendieron muy bien que, por encima de todos los nacionalistas furibundos, hemos de ser capaces de construir o al menos anhelar un mundo sin fronteras que se base en la humanidad y no en las naciones, tal y como lo fuimos en el pasado de construir uno basado en la ciudadanía y no en alcurnias ni abolengos. 

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