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Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.

¿De qué hablamos cuando hablamos de fitness?

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Puede que el único proverbio latino que todo el mundo conoce y comparte sea mens sana in corpore sano. Si una fórmula ha sobrevivido miles de años, debe de ser porque da una clave muy poderosa. Efectivamente, aspirar a una vida sana es casi lo único en lo que coinciden nuestras abuelas, los eslóganes del supermercado, las notificaciones de las apps y los espejos vinilados de los gimnasios. Pero, ¿qué se entiende por vida sana? Casi siempre, una rutina que desemboque en la delgadez y la normatividad física. Todos los días aparece un truco nuevo, un producto por probar, una combinación por incluir en nuestra rutina, un ejercicio que quema más calorías y una nueva freidora que las acorta.

Cualquier persona a la que preguntes, independientemente de su forma y su tamaño –y empezando por mí–, te señalará partes de su cuerpo que querría reducir, agrandar o hacer desaparecer; siempre se pueden tener ciertos músculos más marcados, ciertas partes más escuetas, ciertas zonas de piel más tersas. Tan interiorizado tenemos que nuestro cuerpo es un proyecto de normatividad que hemos adoptado el tono bélico de esa ¿ciencia? ¿estilo de vida? ¿ideología? llamada fitness: nos machacamos en el gimnasio, nos privamos de los hidratos, acabamos con el dulce, batimos nuestras propias marcas. Nos superamos, ganamos la batalla a quienes éramos hace una semana, hace un mes, hace un año.

Compartimos nuestras stories desde el gimnasio, rematamos nuestro entrenamiento (¿entrenamiento para qué?) con un selfie, damos like y ánimos a quienes aumentan sus push ups y a quienes meten más peso en su dead lift. Nos integramos así en el gran campamento militar, en el simulacro del combate del fitness; compartimos agujetas y lesiones, mostramos nuestro sudor y filmamos nuestra cara sin resuello. Reproducimos los ejercicios de los demás porque son más poderosos, más efectivos. Nos pedimos trucos de cocina de guerra –cómo sobrevivir al día con las menores calorías, cómo renunciar a lo que nos gusta– y descuentos en webs que nos envían grandes botes de polvos sabor gallera para engañar a nuestro estómago.

En el gimnasio, ese lugar/negocio por el que la sociedad asume que renunciemos al tiempo de las amigas, de las aficiones y de una misma, nos metemos en clases para ejecutar movimientos ideados en California o en Singapur, que se han patentado para exprimir cada fibra de nuestro cuerpo. Reproducimos gestos con marca registrada para mejorar nuestro ratio hora/músculo, minuto/delgadez, segundo/capital corporal. Siempre aspirando a levantar más peso, a llegar más abajo, a resistir más repeticiones.

El régimen del fitness, puramente capitalista, siempre necesita beneficios. No vale conformarse con lo que hay, con un par de clases de ejercicio moderado a la semana, con unos días de comer sano y otros más flexibles. Merendamos o tomamos una caña sabiendo que después eso hay que quemarlo; hay que acabar con todo rastro que pueda dejar en nuestro cuerpo ese momento de tranquilidad y de placer. Uno no finaliza nunca su entrenamiento, porque nuestro abdomen siempre puede ser más plano, nuestras piernas más redondeabas, nuestros deltoides más poderosos.

Encontrar o generar discursos críticos con este sistema es complicado y violento. ¿Quién quiere enfrentarse a la salud? ¿Quién puede hablar mal del bienestar?

Ser un cuerpo gordo me ha situado siempre en un resquicio incómodo del régimen del fitness. Llevo la mitad de la vida intentando incluirme en su ritual con éxito desigual. Dietas, pesas, restricciones, sentadillas. Los días de los gordos se dividen entre los que nos portamos bien –no comemos lo que nos apetece, nos forzamos a hacer deporte– y los que nos portamos mal –o sea, no hacemos nada particular para perder peso–. Son, los nuestros, cuerpos entendidos como en tránsito hacia la delgadez, como un proyecto de persona normativa que está cumpliendo su obligación de matarse para conseguirlo o que no se está esforzando lo suficiente.

Porque el objetivo de esta lógica y las industrias que la sostienen no es la salud. Como muchas personas con un Trastorno de Conducta Alimentaria (TCA), mi peso ha variado y varía mucho. Las temporadas en que he estado más delgado siempre ha sido porque la presión era tal que me obsesioné con ejecutar el plan que se me indicaba: mirar por mi salud, por mi bien. El mundo celebraba mi delgadez –y la celebraba como jamás ha celebrado nada mío– mientras mi salud mental se descomponía como resultado de la obsesión, del esfuerzo inhumano, de la sed de validación. Mens sana in corpore sano. ¿O era al revés?

Este no es un alegato contra el deporte ni contra la comida saludable. Es la constatación de una experiencia. Veo a mis amigas –gordas y delgadas– y me veo a mí en un sufrimiento constante, en una batalla contra nosotras mismas porque nos han educado en que el estado productivo, el que nos incluye en el diálogo social, es el del descontento con nuestros cuerpos. Siempre hay que mejorar algo, hay que arreglar algo siempre, aunque todo funcione bien. Conformarse es abandonarse.

Incluso si una está en pleno proceso de deconstrucción, revisando y recomponiendo su autoestima y su autopercepción, simplemente es demasiado complicado abandonar las armas en esta guerra de todos contra todos. Sustituir las metas con las que nos bombardean –reducir la talla del pantalón, tener el cuerpo duro, ligar más– por valores sin principio ni fin –vivir a gusto en la propia piel, tener unas costumbres saludables sin más objetivo que ese– es una agotadora tarea a contracorriente.

Pero hay maneras. Hay bailes y deportes cuya práctica no reproduce un entrenamiento militar hipermasculino. Hay recetas sanas que no buscan un efecto directo en el cuerpo. Hay rutinas, íntimas y colectivas, que no necesitan compartirse en redes sociales para darnos beneficios. Hay espacios para la actividad física donde los cuerpos gordos podemos ocupar un lugar sin resultar aberrantes e incómodos. Hay ejercicios donde no se trata de levantar más peso, de resistir más repeticiones o de ejecutar con mayor productividad, sino de que cada una encuentre su manera de hacerlos, su equilibrio, su tiempo.

Compartir esas prácticas, avisarnos de dónde están esos espacios, apuntarnos a esas clases con esas monitoras, se parece a hacer el corro de la patata en mitad del desembarco de Normandía. No se entiende elegir el autocuidado, el autoconocimiento, lo lúdico y lo antiproductivo en medio de la lógica de la batalla, de la superación, del enemigo. Porque esa es la esencia del fitness: no lograr la salud, sino esforzarse hasta que se vea, hasta que salte a la vista, hasta alcanzar lo más parecido a el cuerpo que nos han metido en la cabeza, el cuerpo único al que debemos aspirar y que invalida el resto. Ese cuerpo que, cuando una lo abandona, deja espacio a todos los demás.

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Pikara Magazine es una revista digital que practica un periodismo con enfoque feminista, crítico, transgresor y disfrutón. Abrimos este espacio en eldiario.es para invitar a sus lectoras y lectores a debatir sobre los temas que nos interesan, nos conciernen, nos inquietan.

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