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Vicepresidente Pablo Iglesias en campaña

El vicepresidente del Gobierno, Pablo Iglesias, y el candidato de Galicia en Común, Antón Gómez-Reino, en un acto de campaña

Aitor Riveiro

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Pablo Iglesias cerró este viernes en Euskadi su décima ronda de campañas electorales en seis años. Algunas de ellas parecían la última que haría como dirigente del partido que irrumpió en 2014 para poner el tablero político español del revés. Pero el doble acto en Amorebieta y Durango en el que ha acompañado a la candidata a lehendakari de Elkarrekin Podemos-IU, Miren Gorrotxategi, lo hizo como vicepresidente del primer Gobierno de coalición desde la II República. Esta situación, tan real como todavía sorprendente incluso para muchos de los suyos, ha marcado el tono y el mensaje con el que el secretario general de Podemos se ha dirigido a los electores vascos y gallegos, a los que, acompañado de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz y, como incorporación de última hora, de la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, intenta recuperar para Galicia en Común con un mensaje en el fondo muy similar al de los últimos años, pero con una diferencia que insiste en recalcar: “Ahora no hablan las promesas, hablan los hechos”.

La doble cita electoral del domingo está definida, indudablemente, por la pandemia provocada por el SARS-CoV-2. Hasta el punto de que ambas estaban previstas para el mes de abril y debieron ser pospuestas. Iñigo Urkullu, primero, y Alberto Núñez-Feijóo, siempre a la zaga del vasco, apostaron por reanudar el proceso lo antes posible, en cuanto la situación sanitaria estuvo medianamente controlada. No del todo, como confirman los importantes brotes de A Mariña (Lugo) y Ordizia (Gipuzkoa), donde Unidas Podemos tenía previsto el cierre de campaña.

Ambos brotes han sido los únicos elementos disruptivos de una campaña que se ha desarrollado muy alejada de los focos, con poca presencia mediática y menos de público. Con actos pequeños, alejados de la épica electoral que, siempre en función del candidato y sus acompañantes, es recurrente en estos lances. Por eso, ha explicado Iglesias en sus intervenciones, ambos presidentes autonómicos tomaron la decisión de convocar lo antes posible, en un gesto que, según el vicepresidente, confirmaría su inteligencia. 

Cuanto antes, mejor para sus opciones. Aunque sea bajo el shock de la pandemia. Porque las cosas ya han cambiado. Y pueden seguir cambiando. A nivel estatal y autonómico. Ese es el leitmotiv de la campaña de Pablo Iglesias en Euskadi y Galicia. Y es el motivo por el que pide “una segunda oportunidad” a los votantes que un día confiaron en ellos en ambas comunidades históricas. Tanto, como para situarles primeros y segundos, respectivamente, en las elecciones generales de diciembre de 2015, calcar (casi) el resultado en la repetición de junio de 2016 y lograr el ansiado sorpasso en las autonómicas de septiembre de ese año.

Unidas Podemos llega a esta doble cita electoral en unas condiciones completamente diferentes a las de hace cuatro años. Entonces, pese al patinazo de junio, eran la tercera fuerza en el Congreso, gobernaban en las principales alcaldías de España y contaban con importante representación en los parlamentos autonómicos. Hoy tienen la mitad de diputados (y de voto) a nivel estatal, están fuera de algunas cámaras territoriales y, de las llamadas “ciudades del cambio”, quedan Barcelona, Cádiz y Valencia. Pero ahora están en el Gobierno. Con cuatro ministerios, implicados todos ellos en las dos campañas, con Colau ocupando por los comunes el sitio del independiente Manuel Castells.

Esa breve pero intensa experiencia de Gobierno es la carta de presentación de Iglesias y de los demás primeros espadas del espacio político ante los electores. “La respuesta a la crisis y la mayoría histórica para la investidura revelan que, aunque no estemos tan fuertes como hace cuatro años, hemos podido resistir y llegar a demostrar que algunas cosas sí podían cambiar”, dijo en Bilbao el pasado 6 de junio en un acto en el que participó junto al ministro de Consumo, Alberto Garzón.

Dos días después, en A Coruña, repetía la consigna. En un acto con Gómez-Reino recordaba la campaña de 2012, en la que una candidatura montada a la carrera entre la Esquerda Unida que comandaba una joven Yolanda Díaz y la Anova que dirigía el veterano Xosé Manuel Beiras, logró la tercera plaza. En aquella campaña de hace ocho años Pablo Iglesias estuvo entre bambalinas, asesorando a Alternativa Galega de Esquerdas (AGE). Allí se consolidó la amistad que tenía con la hoy ministra de Trabajo y se transformó en una lealtad, dicen los que los conocen, inquebrantable.

La situación sanitaria, económica y social ha obligado a los candidatos a bajar varios tonos sus intervenciones. Y a obviar ciertos elementos clásicos de las campañas, como el ataque sin cuartel a los rivales. No es que ahora se digan cosas bonitas, pero las cosas feas se disimulan algo más. 

Esto ha permitido a Iglesias ahondar en algo que ya venía haciendo desde hace tiempo, incluidas las dos campañas de 2019, pero, sobre todo, desde el fulgurante acuerdo de Gobierno posterior al 10N: mostrar su perfil más institucional y reflexivo, que recuerda a las conferencias que aún imparte de cuando en cuando en foros universitarios. Pablo Iglesias ya no es el rebelde que enervaba a las masas en la Puerta del Sol con un discurso casi rapeado en el que repasaba los levantamientos nacionalpopulares desde 1808 hasta el presente. Ni parafrasea al Karl Marx de la Comuna de París y su asalto a los cielos. Esa pantalla ya está pasada. “Tengo una sensación distópica. No me sale el mitin convencional, me sale reflexionar sobre lo que está pasando”, ha dejado dicho esta semana. 

Pero con otro tono y otra mirada, pidiendo perdón por los errores cometidos y acordándose de todas las personas con las que comparte escenario, Iglesias mantiene un mensaje impugnatorio y plebeyo. Eso que a él le gusta llamar “el desenmascaramiento de muchas verdades”. Y otra vez, como en la doble cita electoral de 2019, con un discurso que hace hincapié en las “cloacas policiales y mediáticas”, pero con un nuevo reparto gracias a las últimas polémicas suscitadas por el sempiterno enfrentamiento que mantiene Iglesias con buena parte de la prensa, sobre todo la madrileña.

Con todo, hay diferencias con lo ocurrido hace un año. Y no son menores. De hecho, puede ser el reverso de lo acontecido entonces. En Podemos comprendieron rápido que se estaba volviendo a organizar un lío cuando el juez que investiga el entramado político, policial y mediático del excomisario José Manuel Villarejo dio un giro a la pieza DINA, que investiga el robo y clonado del contenido del móvil de una excolaboradora del líder de Unidas Podemos que acabó publicado en varias cabeceras, para convertirla en una suerte de caso Pablo Iglesias.

Es el mismo magistrado y la misma causa en el mismo tribunal que hace un año, pero la investigación mira hacia los que, entonces, aparecían como las víctimas. Con todo y con eso, los estrategas de Podemos han encontrado cómo utilizarlo de palanca. “Si piensan que nos debilitan es que no nos conocen”, dijo con sorna en A Coruña junto a Antón Gómez-Reino.

La tesis de fondo es un “no nos pueden soportar” que, según los ideólogos de la campaña entre los que está evidentemente el secretario general, lleva a los que consideran sus enemigos a cometer errores. En este caso, por ejemplo, convertir en un debate nacional la manipulación mediática contra Podemos. Se resuelva como se resuelva la contienda, el mero hecho de que se hable de ello ya es un triunfo, consideran.

Los ataques, sean justos o desmesurados, entroncan además con el leitmotiv. ¿Por qué quieren a Unidas Podemos fuera del Gobierno pese a tener 35 diputados (la mitad que en 2016) y, como ironizaba Iglesias en Bilbao, “siendo subalternos y fagoctiados” por el PSOE? ¿Por qué la “ferocidad de los ataques”? La respuesta la daba él mismo: “Hace un año pocos se podían imaginar que Alberto Garzón fuera ministro, que una mujer con 31 años fuera ministra de Igualdad e impulsara la ley del solo sí es sí. O que una defensora de los trabajadores como Yolanda Díaz iba a ser ministra de Trabajo. Y Manuel Castells, ministro. Y El Coletas, vicepresidente. Eso no se lo imaginaba nadie”.

“¿Por qué tanto ataque?”, se vuelve a preguntar Iglesias ahora: “Porque la presencia [en el Gobierno] se nota mucho y algunos no lo aceptan. Hicieron lo que no está escrito para reventarnos y evitar que pudiéramos estar. Ahora van a hacer lo que no está escrito para sacarnos”.

En este punto, los discursos cambian en función del lugar donde está. En Euskadi, por ejemplo, sitúa a su candidata, Miren Gorrotxategi, como posible intermediaria entre el PSE y EH Bildu para un inverosímil tripartito que, hoy por hoy, nadie asume en público. O de la imposibilidad material de un pacto de Presupuestos que incluya a Ciudadanos. Un partido que siempre cita para recordar a Albert Rivera que tuvo su oportunidad y la dejó escapar. Y que enfrentarse a según qué “poderes” no sale gratis.

Y si la idea es intentar recuperar el espíritu de cambio del trienio 2014-2016, intentar demostrar que, aun con dificultades, las cosas pueden ser diferentes y que ahora lo están demostrando “con cambios irreversibles, como la subida del SMI o el inicio de la derogación de la reforma laboral”, la aparición de Ada Colau para el cierre de campaña de las elecciones gallegas es la guinda.

La alcaldesa de Barcelona, quien llevó literalmente el grito del “sí, se puede” desde las barreras humanas que intentaban parar los desahucios a la Alcaldía de la segunda ciudad del país, también sabe leer los momentos. También el diputado y secretario de la Mesa del Congreso Gerardo Pisarello. Acuden en ayuda de sus aliados y también a empaparse del buen karma que ahora mismo tiene Yolanda Díaz tras su gestión al frente de Trabajo. Suena octubre para las elecciones catalanas y ahí el espacio político también se jugará buena parte de su futuro. Las urnas dictarán sentencia.

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