Braulio Ortiz Poole, poeta: “Cuando alguien baila, está mostrando quién es, mejor que de cualquier otra manera”

Braulio Ortiz Poole, poeta sevillano

Alejandro Luque

13 de agosto de 2025 21:03 h

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Como muchos de sus compañeros de letras, Braulio Ortiz Poole (Sevilla, 1974) sintió en un momento dado que su poesía apuntaba demasiado hacia sí mismo. “Era un exorcismo de mis propios fantasmas”, recuerda, “pero iba sintiendo la necesidad de hablar de los demás, de ahondar en lo colectivo”.

Lo hizo en su poemario Gente que busca su bandera (2020), y sigue haciéndolo en su nueva entrega, Hombres que dicen Aleluya, que acaba de ver la luz en el sello McLein y Parker. “Quería hablar de personas que se unen y que dan las gracias y que se salvan los unos a los otros. He hecho un camino personal en el que valoro lo que tengo, todo lo que he conseguido, y quiero celebrar pese a todo, más allá de lo mal que está el mundo”, confiesa. Y ahí asomó, entre sus versos, la danza.

Como aficionado y periodista cultural de larga andadura, Ortiz Poole ha tenido ocasión de asistir a innumerables espectáculos de baile, ya sea flamenco, clásico o contemporáneo. Tal vez por eso, cuando los personajes de su libro apenas empezaban a tomar forma, comprendió que no podían ser sino bailarines. “Qué hay más generoso que bailar con otros”, comenta el autor. “Siempre me ha parecido llamativo que una compañía de baile se llame así, compañía, un espacio en el que nos completamos los unos a los otros”, apunta.

“Las ideas se potencian cuando se las lanzas a un compañero, y en escena la belleza se multiplica. Además, la danza me brindaba esa liturgia que estaba buscando, y me permitía hablar de muchas cosas”, reconoce el poeta. Así, en Hombres que dicen Aleluya se manifiestan las voces de diferentes bailarines expresando sus respectivas circunstancias: “Un francés, un italiano y un español, y no es un chiste”, bromea Ortiz Poole, “más bien podrían ser una representación de Europa”.

Morir dos veces

Gennaro viene inspirado por una anécdota de la veterana bailarina Isabel Vázquez, que al cumplir 50 años hubo de rellenar un formulario para su hijo y, ante la casilla profesión, se preguntó hasta cuándo podría escribir “bailarina” sin la potencia de la juventud. “Recordé aquello que decía Martha Graham de que un bailarín muere dos veces, cuando se retira de la escena y cuando deja de respirar”, cuenta el autor.

Por su parte, Mateo parte de una relación madre-hijo afianzada por la magia de asistir juntos a una función en un teatro. “Es ese hijo que tiene la aspiración de volar, pero también debe pensar qué deja atrás. Reflexiona sobre esa relación a veces difícil que tenemos con nuestras raíces, la necesidad de tomar distancia y el legado que todos arrastramos”, comenta Ortiz Poole. “Él representa también esa espiritualidad que encontramos en la danza, siente a Dios bailando a pesar de ser ateo. Es un sentimiento que nos conecta incluso con quienes no están, una ventana con el más allá”, abunda el escritor sevillano.

Finalmente, Theo es un chico tartamudo que ha sufrido la burla de sus compañeros. “Es un chaval incomprendido que encontró a sus compañeros en la danza: su alfabeto pasó a ser el baile, y su familia el grupo”, apunta el poeta. “Le dan la bienvenida, le dicen que ahí tiene un tazón de sopa y su casa. A través de él quería reivindicar la importancia de apoyarnos y tejer redes”, explica.

Patrimonio de todos

“Me gustaba la idea de ambientar el poemario en una compañía, pero también quería reivindicar el baile como patrimonio de todos”, agrega Ortiz Poole. Y continúa: “Bailando con amigos una noche de verano o dejándote llevar por el ritmo en la boda de tu hermana, somos felices. Al final todos bailamos en la vida. Pero también me interesa la danza como rebelión, como disidencia o protesta frente a las injusticias de la realidad. Pienso, por ejemplo, en los indígenas que bailaban a su dios cuando les imponían una divinidad, o el baile del colectivo como reivindicación en Stonewall”.

Aquí, al teatro,/ vinimos los hombres que no teníamos casa,/ mendigos en espíritu,/ los heridos por bala y por hastío./ Yo era una pieza de cerámica rota/ y ellos me dibujaron/ una cicatriz con plata líquida”. El autor sonríe cuando se le pregunta si él mismo es más o menos bailón. “Hace un par de meses fui a una boda y lo di todo”, rie, “pero sí, me encanta bailar, deberíamos hacerlo más a menudo. La timidez por lo general nos cohíbe, pero es un ejercicio enormemente liberador: cuando alguien baila, te enseña quién es mejor que de cualquier otra manera”.

Por último, ante la pregunta de si poesía y danza se parecen en algo, no duda en responder afirmativamente: “Tienen tanto en común que pienso que la poesía es una forma de danza, colocamos las palabras para que tengan ritmo. El poeta y el bailarín se adaptan a una música”.

“Unos cuantos amigos bailarines me han agradecido este libro, y la verdad es que me ha emocionado”, concluye Ortiz Poole. “A veces no somos conscientes del efecto que nuestro trabajo tiene sobre los demás. ¿Llevar el libro a escena? Sería fantástico. Ya Mercedes de Córdoba leía un poema mío en su espectáculo Sí, quiero, y Álvaro Romero también musicó un poema mío. Hay un cierto tanteo con las artes escénicas que me complace mucho, pero si alguien se atreve a hacerlo, lo único que pido es que traicione mucho el libro y haga con él su historia, no la mía”, concluye.

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