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La otra emergencia del coronavirus la gestionan servicios sociales debilitados por recortes y carencias estructurales

Personas haciendo cola a la espera de recibir alimentos en el punto de recogida.

Marta Borraz / Ana Ordaz

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“Se ha desbordado. No damos abasto”. Lucía descuelga el teléfono y abre e-mails cada día “el triple” de veces que lo hacía antes de la pandemia. Detrás, una historia y alguien al que no le queda otra. “Hay muchas personas que se están viendo abocadas a situaciones tremendas”, dice esta trabajadora social de uno de los servicios sociales de base de Las Palmas de Gran Canaria. Aunque elige no aparecer con su nombre real, lo que cuenta refleja lo que están viendo quienes, como ella, están en primera línea de la emergencia.

Si la epidemia puso en evidencia el debilitamiento del sistema sanitario español, que debió ser reforzado de urgencia para atender la crisis de salud pública que ha causado la muerte a más de 27.000 personas, algo similar ocurre con la crisis social. La escalada de pobreza y desigualdad que deja a su paso el coronavirus, hoy difícilmente cuantificable, pilla a su principal dique de contención, los servicios sociales, sin apenas músculo. Los recortes tras la crisis fueron la estocada, pero arrastran carencias estructurales y enormes desigualdades territoriales desde antes, denuncian asociaciones y trabajadores. 

Según los últimos datos de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales, el gasto de las comunidades, que son las que más aportan, se ha incrementado en los últimos años: de los 11.900  millones de 2009 a los 14.100. Sin embargo, algunas no han recuperado todavía los niveles previos a la crisis. Tampoco el Gobierno central, cuyos presupuestos, fundamentalmente destinados al sistema de dependencia, contemplan 2.556 millones, 390 menos que en 2010. Los ayuntamientos superaron por primera vez en 2018 (2.867 millones) la inversión precrisis, que ocho años antes había sido de 2.837.



A pesar de la progresiva recuperación de los últimos años, los tres estamentos aplicaron sin excepción la tijera en 2012, 2013 y 2014. “Con el coronavirus estamos viendo lo débil que habían dejado el sistema público sanitario, pero también los servicios sociales. Hubo una descapitalización de recursos, pero además a nosotros históricamente se nos ve poco cuando en realidad somos quienes debemos afrontar la pobreza o la desventaja social”, lamenta Lucía. En su caso, llevan desde el principio de la epidemia trabajando días alternos en casa y presencialmente; y lo hacen “a destajo” y “por supuesto” fuera de horario. “¿Que cómo salen las cosas? -se pregunta- pues de la voluntad y el esfuerzo de los profesionales, que lo estamos dando todo”.

Según el último informe del Consejo General del Trabajo Social (CGTS), publicado el pasado febrero, solo un 10% de los profesionales de Servicios Sociales de Atención Primaria encuestados dice atender al volumen de población considerado “recomendable” (entre 1.000 y 1.999 habitantes). El 35,4% se encarga de entre 5.000 y 9.999 y el 22% por encima de los 10.000. Cuando se les pregunta por la carga de trabajo, solo un 15,5% la califican de “normal”, casi la mitad (48%) de “elevada” y un 35% de “muy elevada”. En estas condiciones, señala el estudio, sería “un reto de consecuencias difíciles de predecir el tener que enfrenarse en la actualidad a una nueva situación de crisis”.

Un sistema “disperso” y “maltratado”

Lo ponen de manifiesto las imágenes de las llamadas 'colas del hambre', muy visibles en Madrid, y que están atendiendo las propias redes vecinales y colectivos. La pandemia ha supuesto un duro mazazo para muchas familias, algunas ya de por sí vulnerables, otras golpeadas de forma sobrevenida. Solo en la capital, el ayuntamiento sumó en un mes 22.000 usuarios nuevos a servicios sociales cuando en todo el año pasado fueron 9.000. El propio consistorio ha reconocido que afrontan la situación con un déficit de personal de hasta el 20% porque el sistema arrastra deficiencias “históricas”. Barcelona ha atendido en los dos primeros meses del estado de alarma a 34.385 personas, un tercio de todo lo de 2019. 

Eva María Serrano, trabajadora social en una mancomunidad de Cáceres, explica que la demanda más común está siendo “la ayuda económica” para alimentos, productos básicos y el pago de alquiler o hipotecas. “Sin ninguna duda hay un incremento enorme. Vienen muchas familias que antes nunca lo habían requerido y ahora se ven que no tienen ni para comer, que igual se han quedado en el paro o en un ERTE que han tardado mucho en pagarles; también más autónomos y personas que viven de la economía sumergida. Mucha gente no está aguantando”, ilustra. “No he contado las llamadas, pero no hemos parado de coger el teléfono. Éramos el 112 de los temas sociales”. 

Pese a su importancia, los servicios sociales “están abandonados”, sentencia José Manuel Ramírez, presidente de la Asociación de Directoras y Gerentes de Servicios Sociales. El Gobierno ha aprobado varios paquetes de transferencias a las comunidades para hacer frente a la emergencia social y varias autonomías y ayuntamientos habilitan fondos extras, pero en general les “han asfixiado tanto” que “la inversión directamente habría que multiplicarla”. El sistema está “disperso y maltratado” y en estas condiciones debe afrontar “un tsunami” que, según sus cálculos, puede hacer escalar la cifra de usuarios de los seis millones a los diez.

Heterogeneidad territorial

Pero no todas las comunidades y ayuntamientos parten con las mismas condiciones. Así lo pone de manifiesto el índice de 2018 que elabora anualmente la asociación tras analizar varios aspectos concretos de cada sistema: la mejor puntuación la sacan Euskadi, Navarra y Castilla y León; mientras que Madrid, Murcia, la Comunitat Valenciana y Canarias se sitúan en el lado contrario, si bien estas dos últimas han registrado “mejoras significativas”. La nota media se ha ido incrementando y concluye el informe que “globalmente” ha habido una evolución positiva desde 2015, pero hay “síntomas de estancamiento”.



Por poner algún ejemplo, siempre con datos de 2018, la Comunidad de Madrid multiplica por diez la ratio de profesionales (uno por cada 8.354 habitantes) de Navarra (uno por cada 890). Mientras que las rentas mínimas llegan a tener tasas de cobertura del del 71,2%, 66,7% y 33,5% en Euskadi, Navarra, o Asturias, en Andalucía y Castilla-La Mancha se quedan en el 1,8% y 1,6% respectivamente.

La inversión también es desigual: Andalucía, Galicia, Catalunya y Castilla-La Mancha no han recuperado el nivel de 2009. Si nos fijamos en gasto por habitante, la horquilla va de los 245 euros de Murcia y 263 de Madrid a los 511 de Navarra o 431 de Extremadura. Con los ayuntamientos pasa algo parecido: 28 invierten más de 100 euros por año y habitante, 38 no alcanzan los 43 y otros 34 los superan pero no rebasan los 50, según cálculos de la asociación.



Las diferencias están notándose en la forma de gestionar la crisis de la COVID-19. En su centro de Las Palmas de Gran Canaria, explica Lucía, afrontan una demanda “tres o cuatro veces mayor”, pero “con el mismo personal”. “Al principio trabajamos como pollos sin cabeza, ahora ya hay directrices más claras, pero vamos con retraso. Estamos gestionando peticiones de abril”. Ana Isabel, que trabaja en Alcorcón (Comunidad de Madrid) apunta a que allí “hubo previsión”. “A los tres o cuatro días se diseñó un plan y empezamos a hacer un trabajo proactivo de llamar a todos los usuarios que ya estaban con nosotros para valorar su situación”, ejemplifica.

Más allá de la emergencia económica

A pesar de que las económicas son las necesidades más acuciantes, algo que pretende paliar el ingreso mínimo vital aprobado por el Gobierno, no es la única emergencia que afrontan los servicios sociales. Les llegan peticiones de teleasistencia o ayudas a domicilio para personas mayores, familias que no tienen tecnología para que sus hijos sigan las clases online, violencia y conflictividad en los hogares o personas que requieren un impulso en el empleo. Más allá de lo que gestiona esta primera línea de los llamados Servicios Sociales de Atención Primaria, también depende del sistema la atención a la dependencia, que acusa falta de financiación y acumula listas de espera que superan las 200.000 personas, los centros de día, de rehabilitación y terapia ocupacional o las redes residenciales de personas mayores, duramente golpeadas por la pandemia.

“Los servicios sociales están resentidos. Hace falta un mayor esfuerzo presupuestario y personal, pero también poner en valor y reforzar el trabajo estructural que deben hacer, el basado en el acompañamiento para la recuperación de las personas”, esgrime Emiliana Vicente, presidenta del Consejo General del Trabajo Social (CGTS). Son muchos los años que el sector lleva pidiendo un cambio de modelo que logre superar la necesaria, pero insuficiente, función de trámite de ayudas en base a unos requisitos, coinciden todas las voces. “Debemos poder ofrecer una mayor calidad de atención, con mucha más proximidad y acompañamiento”, dice Vicente.

En esto juega un importante papel lo que las profesionales llaman “la burocratización” de los servicios sociales y que arrastran históricamente porque, según explica Ramírez, “ahora mismo hay enormes laberintos administrativos para dar cualquier prestación. En algunos lugares se puede estar tardando hasta un mes y medio en dar una ayuda de emergencia social”.

El experto reivindica también una “reconfiguración” del sistema. Si no se ha hecho antes, añade, es porque “los servicios sociales no suelen estar en la agenda” a pesar de que “es un tema igual de complejo y clave que la economía o la educación, pero no se tiene en cuenta”.

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