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Odaiba, la isla del futuro y el museo de arte psicodélico sobre la Bahía de Tokio

La sala de las lámparas de colores

David Sarabia

Tokio (Japón) —

La isla artificial de Odaiba se construyó en 1853 para defender Tokio frente a una posible invasión extranjera. Como el ataque nunca se produjo, las defensas se fueron desmantelando poco a poco durante el siglo XX hasta que en 1990, el gobernador de la ciudad Shun'ichi Shuzuki se propuso darle un nuevo aire a la isla, ubicada en mitad de la Bahía de Tokio.

Este nuevo aire se materializaría en los albores del año 2000, el siglo XXI y la expansión de Internet, por eso Odaiba tiene ese aire tan futurista y megalómano. Por tener, cuenta hasta con una playa artificial en la que no está permitido el baño pero sí los deportes acuáticos, una réplica de la Estatua de la Libertad de Nueva York (aunque más pequeña) y un Gundam a tamaño real (unos 20 metros) custodiando la entrada a un centro comercial. Para llegar a la isla se puede coger el Yurikamome, un tren autónomo que la une con Tokio y que discurre bajo el Rainbow Bridge (Puente Arcoiris), por donde transitan los vehículos.

Odaiba, en un principio pensada como zona residencial y de negocios con capacidad para 100.000 personas, estuvo al borde la quiebra en 1995, durante la crisis del ladrillo japonés. El rápido reordenamiento del espacio, que lo convirtió en un lugar turístico y de ocio, evitó la debacle. Ahora la isla se usa como recinto para festivales, alberga varios palacios de convenciones y en ella se encuentra la sede de Fuji TV (una de las cadenas de televisión más insólitas de Japón) junto a unos cuantos hoteles, centros comerciales y museos.

Allí está el Miraikan (el museo de Ciencias Emergentes e Innovación), donde si uno llega a tiempo puede ver al pequeño Asimo en acción. Los organizadores lo sacan tres veces al día para que ande, corra, hable, baile y, en definitiva distraiga al público durante unos diez minutos. Del último piso cuelga una gran bola de la Tierra construida a base de paneles LCD que muestran el tiempo atmosférico en directo. Está pensada para que el visitante se acurruque en las tumbonas de la primera planta, mire al techo y, con una tablet, consulte diversos aspectos geográficos y ambientales de la localidad que desee.

El Miraikan tiene varias plantas, es muy diáfano e incluso tiene un lugar reservado a investigaciones del propio museo con los visitantes. También alberga una réplica de un módulo de la Estación Espacial Internacional (EEI), una pequeña muestra de robots inteligentes (al margen de Asimo) y varias maquetas que ilustran distintos usos de la Tecnología en el mundo. Por ejemplo, hay una que representa cómo funciona Internet a través de canicas, otra que hace algo similar con el sistema de eliminamiento de residuos en las grandes ciudades, etcétera. Es un gran museo, pero no deja de ser un museo de Ciencia. Más bonito e interactivo, eso sí, que cualquiera de los que nos podamos encontrar en España.

La psicodelia en 100.000 metros cuadrados

A pocas paradas en Yurikamome está el Museo de Arte Digital Mori. No es algo que tengamos aquí. Es más: no es algo que fuéramos a entender aquí, ya que en Japón, la cultura al neón traducida en la proliferación de anuncios por todos los rincones de las ciudades es costumbre. Por eso no es difícil que uno se encuentre de repente rodeado de colores y luces, a imagen y semejanza de lo que ocurre dentro del museo. Ese spam lumínico se tolera en pocas partes del mundo, y el archipiélago asiático es una de ellas.

El Mori tiene 520 ordenadores y 470 proyectores, una superficie de 100.000 metros cuadrados y unas 50 instalaciones. No hay una sola luz encendida dentro, sino que son los efectos que se proyectan en las paredes y el suelo los que permiten andar sin tropezarse. Los primeros pasos por el museo están rodeados de flores, plantas, girasoles, mariposas y kanjis que caen del techo hacia abajo. En un momento dado, el visitante llega a una especie de promontorio donde puede sentarse para que le hagan una foto mientras en las paredes escurren hielo y nieve, convirtiéndose así el asiento en un iceberg.

En el primer piso del Mori la mayoría de instalaciones se basan en las proyecciones: una pequeña sala circular donde embate una y otra vez La gran ola de Kanagawa, otra en la que se “pintan” cuadros en una pantalla a base de pétalos, otra sala redonda que juega con el suelo de espejo y en la que se mueven, al ritmo de la música, varios focos que proyectan haces de luz creando un bonito efecto 3D. Mención aparte merecen dos habitaciones. La primera, de la que cuelgan cortinas de LEDs que van generando efectos como la lluvia, el espacio o el mar con una sensación de realismo inaudito; y la segunda, repleta de pequeñas lámparas con luz que cambian de color y multiplican su efecto por el suelo y las paredes de espejo.

La exhibición, titulada Borderless (Sin fronteras) no tiene un camino a realizar. Son los propios organizadores del museo quienes invitan a la gente “a explorar y a descubrir nuevas sensaciones por tu cuenta”. Un dato importante es que muchas de las habitaciones tienen sensores; así que si se pasa la mano por la pared mientras cae un kanji, por ejemplo, el símbolo puede desaparecer, rebotar, pegar un pequeño saltito o no hacer nada, dependiendo de la entropía.

El piso de arriba se orienta más a los niños: hay camas elásticas, zonas para dibujar y una especie de globos con forma de pera que cambian de color. Los organizadores han incorporado también una Tea House (un salón de té) que proyecta flores sobre el líquido, antes de beberlo. A la gran atracción principal de esta planta se la denomina Athletic Forest (El bosque deportivo) y está en desnivel; es por eso que los niños encuentran ahí su lugar para saltar, correr y jugar con los ordenadores. También pueden dibujar algo, escanearlo y después verlo aparecer por una de las paredes del museo, lo que seguro les divierte.

En definitiva, el Museo de Arte Digital Mori es un lugar poco visto y único en el mundo para pasar la mañana. La tarde es más complicado porque cierra pronto (a eso de las cinco de la tarde), como muchos centros culturales e instituciones en Japón. La entrada cuesta 3.200 yen (unos 25 euros) y tras el proyecto están los chicos y chicas de Japan TeamLab, que no es la primera vez que montan instalaciones como esta, aunque sea esta la más grande hasta la fecha. Merece la pena aunque haya que viajar más de 10.000 kilómetros y pasar de 12 a 14 horas en un avión.

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